martes, 21 de diciembre de 2021

RENACER

 

Fotografía del autor

Puede suceder cualquier mañana. No, la luz todavía no será una promesa rotunda, si bien unas y otros irán dibujando ya sobre las sábanas perfiles imprecisos para nacer de nuevo el mundo.

Un mundo conocido, eso sí. Porque ya es sabido que para despertar el mundo es necesario recuperar la copia exacta que quedó almacenada en nuestra memoria justo la noche anterior.

Entre órdenes confusas, cuerpos y mentes tratarán de recuperar el don de replicar todas aquellas rutinas necesarias para comenzar a otorgar sentido a la vida. En general, los cuerpos avanzarán en estas tareas algo más rápido que las mentes. Porque los cuerpos son esa parte del yo que ejecuta sin cuestionar. Y las mentes volverán a preguntarse el porqué de las cosas desde una cierta ebriedad onírica. Porque las mentes son esa parte del yo que cuestiona sin ejecutar.

Pero realmente puede suceder sin previo aviso que ella o él, cansados de observar obediencia al recurrente ritual, despierten sencillamente a la posibilidad de una nueva vida. Renazcan.

En tal caso, desde el claroscuro del amanecer -nunca antes ni más tarde- irán dibujando los nuevos perfiles de un mundo en construcción, desde una memoria tierna e inconsistente en la que vendrán a ingresar los aromas por primera vez, un rostro vagamente familiar o las evocadoras sonoridades de las paredes de una estancia. De alguna manera sus cuerpos, cansados de ejecutar sin objeciones su desempeño de tareas conocidas, irán afinando una nueva capacidad para cuestionar los límites de lo desconocido. Mientras sus mentes, cansadas de sufrir alteraciones cabalísticas sin fundamento, comenzarán a ejecutar firmemente sus deseos al calor de una voraz apetencia.

Es cierto que seguirán sin saber de dónde venimos o a dónde vamos. Porque probablemente eso no sea útil para desenvolverse satisfactoriamente en el desempeño de su objetivo vital. Pero lo que es indudable es que cada vez que decidan nacer o renacer, ingresarán en el umbral de un nuevo yo deconstruido, de una conciencia impropia que todavía pertenecerá íntimamente a cada rincón que la sustenta, que solo se construirá y se fundamentará a sí misma con cada descubrimiento nuevo, con cada despertar.

Y dejarán de dudar cada mañana si merece la pena levantarse.


sábado, 11 de diciembre de 2021

DÍAS LÍQUIDOS

 

Fotografía del autor

Es curioso cómo ha calado la percepción de que las estructuras sociales que nos sustentaban se están descomponiendo, cuando, en realidad, las únicas estructuras que se desvanecen son las del apoyo mutuo y las de la memoria. Porque lo cierto es que la jerarquía sobrevive y goza de muy buena salud. De ese modo, y empleando la nomenclatura de Zygmunt Bauman, la liquidez de la modernidad solo se manifestaría en determinadas estructuras, mientras que otras se han conservado con una renovada solidez.

No me sorprende. Todo ello entra en la lógica del mercado. Es mucho más rentable desposeer al individuo de su red de socialización para que deje de ser un ciudadano con derechos y pase a ser un cliente con necesidades, abducido por la absurda fascinación de lo nuevo. El mercado segmenta. El mercado individualiza hasta diseccionar cada parte del consumidor y convertirlo en el blanco de su más poderosa arma de deshumanización masiva: la publicidad. Somos piel atópica que necesita tratamientos dermatológicos, somos corazones desconsolados que necesitan aplicaciones para buscar un nuevo amor, somos insomnes que requieren de una dosis diaria de melatonina, somos propietarios en guerra contra todos, que necesitamos alarmas para mantener nuestras posesiones a salvo, somos en definitiva hijos bastardos a los que la justicia mira con desprecio y el mercado con codicia. Somos recursos humanos. Y esta es una sociedad centrada en la explotación de todo tipo de recursos, sin importar su agotamiento definitivo, bajo el imperativo de una obsolescencia programática. Incluso el lenguaje es un recurso que se agota. Sobran los ejemplos.

Mal futuro le espera a la cultura con estas premisas. Era una hermosa herramienta, pero ha caducado. La interpretación crítica de la realidad en manos de cualquiera capaz de blandir una pluma, un pincel, un libro o una guitarra no encuentra un nicho en este mercado. Sí, era capaz de relacionar a seres, incluso más allá del tiempo y el espacio; pero, lamentablemente, ha acabado instalándose en un obstinado lucro cesante. ¿Quién va a ser tan estúpido como para invertir un solo céntimo, un solo segundo en una fiesta sin asistentes?

Y en eso estamos, dudando entre la urgencia de lo importante y la importancia de lo urgente. Algo confusos, es normal. Sin comprender que el orden natural no contempla la posibilidad de separar a los hijos entre legítimos o ilegítimos. Sin asumir que la melodía que brota de una orquesta no distingue entre la nobleza de los violines y la plebe de las trompas. Sobre una vieja barca que a duras penas flota sobre esta maldita modernidad líquida que acabará haciéndola zozobrar.

Hasta que sales por la puerta en una fría mañana de diciembre y caminas envuelto por la liturgia de las conversaciones en la tienda de Sagrario. Buenos días... Buenos días… Hace frío esta mañana… Pues sí, pero es lo que toca…

Tal vez no sea moderno. Tal vez no sea líquido. Tal vez no estemos tan mal en este rincón despoblado de precipitación. ¿Y qué podemos perder por intentarlo?


miércoles, 1 de diciembre de 2021

PEQUEÑOS RITOS

Fotografía: Jessica Martínez

No éramos los mismos cuando todo esto comenzó. El silencio repentino de las calles nos cogió por sorpresa. Lo observábamos como un fenómeno ajeno, como una atracción turística, sin comprender lo que iba a significar. Pero la vida seguiría igual cuando la crisis se hubiera superado. Volveríamos a salir, a viajar, a comprar, a abrazar, a besar, a recibir visitas, a comer juntos. Y nuestros problemas serían los de siempre, los conocidos y previsibles asuntos domésticos de toda la vida.

Sin embargo, no ha sido así. Hemos vuelto a salir, a viajar, a comprar, a abrazar… pero no es igual. La crisis se retroalimenta cada día, cada semana, de modo que parece que nunca vamos a salir de ella. Y para colmo, las perturbaciones que han generado los estados de alarma han provocado un deterioro grave en la cadena de suministros mundial. Es lo que pasa cuando sujetas un planeta entero con largas cadenas de suministro que le dan vueltas y vueltas hasta ahogarlo.

Es cierto que hay mucha gente que ha decidido vivir con normalidad a pesar de todo. Es una respuesta lógica ante la presión continuada, ante la sensación de que esto no se va a acabar nunca. Pero hay mucha gente que ha perdido la alegría de vivir, que tiene miedo a exponerse manteniendo contacto social, que se refugia en casa, que no sabe por qué, pero se sienten culpables. Es otra respuesta lógica ante la situación.

Pero entre ambos grupos se va abriendo un abismo. Y, sobre todo, en el segundo, la resistencia psicológica se va resquebrajando. El problema es que su sufrimiento no se manifiesta hasta que es tarde, y normalmente no hay vuelta atrás, el camino de regreso queda abrasado.

Ahora el silencio es otro. Las calles parecen vivas, el mundo gira, con cadenas o sin ellas. Pero los perdedores guardan silencio en un hacendoso ir y venir intramuros que esconde el pesar en frascos pequeños y frágiles. Demasiado expuestos a fracturarse ante la próxima tormenta de pánico social o la próxima crisis familiar.

Yo siempre me he sentido perdedor. Y no tengo que elegir bando, sé dónde estoy. Pero ¿por qué no vamos a seguir luchando?

Es cierto que nos han despojado de las armas más contundentes. Nos queda poca energía. Somos vulnerables e inestables. ¿Y qué? Vamos a agarrarnos a lo que sea para seguir a flote.

Es cierto que parece que seamos la excepción, que todo el mundo haya superado la congoja, que saben lo que hacen, mientras nosotros no sabemos qué hacer. Pero es un espejismo.

En cualquier caso, escuchadme bien, a partir de mañana, sin más demora, vamos a ponernos deberes. Nada que no pueda ejecutarse con sencillez, con un discreto placer que se repita todos los días, a la misma hora. El placer de un café con la música de tu emisora favorita, el placer de encender el fuego de la estufa, el placer de cepillar al gato mientras ronronea, el placer de leer esa novela que has sacado de la biblioteca, el placer de llamar a una amiga que hace tiempo que no dice nada, el placer de abonar las plantas del balcón… Como pequeños ritos necesarios, cargados de un sentido profundo, de un ascetismo terapéutico que nada ni nadie puede cuestionar: ahora son lo más importante. Repetido una y otra vez. Y compartido con quien merezca nuestra compañía. Para coser fuertemente el alma de cada momento a nuestra alma descosida. Nada más, y nada menos.


 

domingo, 21 de noviembre de 2021

CUADERNOS


Fotografía del autor

Cuando era niño, una de mis obsesiones más recurrentes era definir el estilo de mi escritura caligráfica. Evidentemente, sin ordenadores, este era uno de tus rasgos de identidad más característicos. Quizá por eso era inevitable sentirse algo intimidado por quienes demostraban ya una personalidad fuerte en este aspecto.
Algunos de nuestros profesores entendían que para construir el conocimiento no había nada mejor que pasar una hora de clase copiando mecánicamente los apuntes que nos dictaban con manifiesta desgana. A buen seguro, no se habían molestado ni siquiera en revisarlos de un año para otro, y eran los mismos apuntes que habían copiado con la misma desgana varias generaciones que nos habían precedido. Lo cierto es que era un ejercicio formidable para ir deformando ese estilo caligráfico que tan pudorosamente habíamos consolidado en nuestra tierna infancia. El resultado era terrible, porque la precipitación de seguir al dictado convertía nuestra letra en un abominable engendro en el que era imposible reconocerte.
Así se iba definiendo nuestra personalidad, y de ello dan fe los cuadernos desvencijados que quedaron guardados en algún cajón de casa. Tenían un valor incuestionable, porque habían significado muchas horas de trabajo. El problema era que si continuabas tu escolarización durante los años de universidad, el volumen de ese archivo personal crecía sin medida hasta acabar ocupando decenas de armarios.
Llegó un momento en que comprendí que si necesitaba buscar una información concreta, iba a ser mucho más fácil hacerlo en internet que en mis viejos apuntes. Así que decidí hacer una extensa purga que sometiera a toda aquella montaña de papeles a un criterio de selección estrictamente emocional. Algo parecido ocurrió con mi costumbre de guardar recortes de artículos y noticias en prensa de papel. El filtro emocional acabó reduciendo todos aquellos documentos a una pequeña muestra que guardaba la esencia de algunos de los recuerdos más vívidos de mi pasado.
Ahora reviso de tanto en tanto revistas, periódicos, apuntes, trabajos que con su tacto ajado y con su aroma orgánico capturan sin vacilaciones la intimidad de un yo que siempre recordaré con ternura. Estamos irremediablemente ligados a la interpretación que hacemos de los objetos. Construimos lo mejor de nuestra experiencia con el roce, las fragancias, las melodías y el cariño.
Sin ir más lejos, en estos momentos en que escribo, suena el Agnus Dei de Samuel Barber. Huele a pan recién hecho, en casa, con todo el cariño. Y yace sobre la mesa el ejemplar de prueba para correcciones de una revista que pretende nacer al mundo. Es un papel nuevo, algo insolente, que ambiciona envejecer apartado de las tribulaciones del devenir, para conservar nuestros efímeros tesoros. 
Cuadernos y más cuadernos...

jueves, 11 de noviembre de 2021

UN BON JOUR

 


A veces se hace difícil escribir. Parece que el torrente se ha agotado. Y ni siquiera consultando a los habituales oráculos aparece la inspiración.

Los problemas del mundo no caben en tan pocas palabras. Las despedidas definitivas encogen la voz. Qué puedo decir... Es inevitable sentir una severa intoxicación de impotencia.

El problema es que hay un buen número de amigos y de amigas a los que envío estas reflexiones tres veces al mes. Es una manera de decirles que sigo aquí, que no desfallezco, que me acuerdo de ellos. Porque guardar silencio, salir de la sala y apagar la luz no deja otra alternativa que la entrega de las armas.

No, no voy a entregar la pluma al enemigo. No importa que espere sus voces desde hace tiempo; leen lo que escribo para ellos y, a veces, incluso me envían algún comentario lleno de empatía, con cariño, con algo de melancolía también.

Están ahí, lo sé. Y, sin embargo, eso me hace especialmente vulnerable en un momento en que alguien que formaba parte de mi vida ya no está, se acaba de marchar, uno más... Es entonces cuando comprendes que el silencio prolongado va debilitando el hilo que nos une, va desvaneciendo la sensación de cercanía. Hasta borrar la posibilidad de un nosotros.

Puede que esto acabe pareciendo una brevísima oda a las oportunidades perdidas. No era mi intención. Tan solo pretendía detener el curso implacable del olvido. Porque hay pérdidas irreparables, sí. Pero noviembre es un mes amarrado fuertemente a la memoria y, aunque no pueda prometer la vida eterna, puedo prometer honrar el recuerdo de quienes se han marchado. Y puedo también, por qué no, seguir enviando a vuestro buzón de vez en cuando un saludo, o como diría un buen valón, un bon jour.


lunes, 1 de noviembre de 2021

COMPLICARSE LA VIDA

 

Foto Pilar Barrachina

Seducir al ser amado es complicarse la vida.

Creer en alguien por primera vez es complicarse la vida.

Sentarse junto al solitario sin perturbar su silencio es complicarse la vida.

Manejar palabras sin censura es complicarse la vida.

Ansiar conocimiento es complicarse la vida.

Reconocerse limitado es complicarse la vida.

No creer en Dios es complicarse la vida.

Amanecer un nuevo día es complicarse la vida.

Abrir la primera página de un nuevo libro es complicarse la vida.

Marcharse a vivir a un pueblo es complicarse la vida.

Mantener contacto con los viejos amigos es complicarse la vida.

Sentir el dolor de los demás es complicarse la vida.

Decir no es complicarse la vida.

Defender la vida, toda manifestación de vida, es complicarse la vida.

Ayunar es complicarse la vida.

Ser dueño de tus silencios es complicarse la vida.

Amar sin esperar ser amado es complicarse la vida.

Definirse diferente es complicarse la vida.

Comprometerse es complicarse la vida.

Reconocer los errores es complicarse la vida.

Dejarlo todo y volver a comenzar es complicarse la vida.

Perseguir un sueño es complicarse la vida.

Afrontar temores y fobias es complicarse la vida.

Abrir las puertas de tu casa es complicarse la vida.

Tener criterio propio es complicarse la vida.

Denunciar a los sometedores y a los saqueadores es complicarse la vida.

Hacerse mayor es complicarse la vida.

Cuidar de un planeta enfermo es complicarse la vida.

Subir al Kilimanjaro con muletas es complicarse la vida.

En fin, ir contra corriente es complicarse bastante la vida.

No conozco a ninguna madre, a ningún padre que deseen para sus hijos una vida llena de complicaciones. Bien al contrario. Estamos obsesionados con la seguridad, el confort, el éxito de nuestros descendientes. Y, en el fondo, secretamente, deseamos descansar en el futuro nuestros macilentos huesos en esa estabilidad y esa opulencia, sin importarnos las posibles contraindicaciones. Pero lo cierto es que no complicarse la vida en absoluto nos debilita de manera irremediable, nos convierte en seres abyectos, innobles, anodinos, tristes, prescindibles, peligrosos.

Si de verdad queremos buscar la belleza, honrar lo estimable, cultivar un futuro mejor o, sencillamente, dignificar cada minuto de cada día, no hay otro camino. Y para ello necesitamos madres y padres valientes. Que tengan la generosidad de criar vástagos con el arrojo suficiente para querer complicarse la vida, sin miedo a ser diferentes. Con la única misión de lograr vivir intensamente. Aunque todo ello no sea nada fácil.


jueves, 21 de octubre de 2021

CONTICINIO


En la distancia se obtiene casi siempre la dimensión precisa de lo cotidiano. Tal vez por ello recomendaba Comenio tan fervientemente el viajar como escuela del saber. Porque lo importante de un viaje es apreciar la exactitud de todas y cada una de las mutaciones percibidas al regreso. Nada es igual a como lo recordábamos y, sin embargo, todo vuelve a ser familiar. Porque, en realidad, lo que ha cambiado no es aquello que observamos, sino el observador. ¿Cuál es entonces la dimensión precisa de lo cotidiano? Solo podremos descubrirlo viajando a lo no cotidiano.

El problema de comparar es que frecuentemente cometemos el error de comparar cosas que no son equiparables. Os pondré un ejemplo. Emprendemos un viaje a un lugar estimulante o relajante, según se desee. Llegamos y comenzamos a disfrutar de todo aquello que echábamos de menos; lo extraordinario. Pero llega un momento en que comenzamos a echar de menos aquello que hemos dejado atrás; lo ordinario. Y, en realidad, cada lugar tiene su propia identidad, sus virtudes y sus deméritos. Lo que importa es lo que ese lugar despierta en nosotros como observadores. 

Y qué decir del aura que rodea al viajero. Cómo estimulan sus andanzas la imaginación del auditorio. “¿Cuánto de lejos hay que llegar para tocar el horizonte? ¿Cómo respiran los amantes de una noche polar? ¿A qué sabe el beso de la arena del desierto? ¿Quién ha inventado las palabras que nos traes?” El oyente construye de ese modo su propio viaje y, al concluir la pormenorizada exposición de tan emocionante relato, percibe claramente que algo ha cambiado. ¿Pero acaso no ha viajado también?

¿Entonces, es posible viajar al interior de nuestras almas? ¿No es eso bucear realmente en lo extraordinario? ¿No es una escuela del saber? Tomar distancia como si fueras habitando un alter ego, un testigo leal, amable, que observa prudente el devenir de nuestra existencia. Y cuando regresa nos relata cómo ha logrado rodear el horizonte en el crepúsculo, cómo se ha estremecido amando al calor de la noche polar, cómo ha besado sin ruborizarse la mejilla del desierto o cómo inventó la palabra conticinio para fruncir nuestro sueño al suyo, para siempre.

Puede que no esté preparado para un viaje tan profundo. Tal vez ni siquiera para soportar una simple visita a la gran ciudad. Pero en cada paisaje, en cada tránsito hay algo que me muestra aquello que algún día puede llegar a ser. Y casi siempre encuentro algún amigo con quien compartir largas conversaciones, relatos de unas vidas que se cruzan y entrecruzan hasta que dan las tantas, hasta desembocar en un silencio acogedor que puebla incluso el más recóndito rincón de la madrugada.


lunes, 11 de octubre de 2021

ENVEJECER

 

Fotografía del autor

Afortunadamente, si las cosas no han ido demasiado mal en la vida, la edad te reporta un exquisito -aunque exiguo- ramillete de amigos. Un fresco bouquet de colores vibrantes que endulzan nuestra estancia de un aroma intenso, emotivo, familiarmente exótico. Confortablemente estimulante, diría yo.

Nos conocen bien, y saben guardar silencio cuando es preciso, escuchar atentamente si lo necesitamos, o decir aquello que otros no osarían jamás nombrar. Porque, aunque han pasado muchos años, todavía compartimos la ambición de seguir descubriendo nuevas formas de vivir o, lo que es lo mismo, nuevas formas de comprender qué es la vida.

Es así como, de tanto en tanto, una de esas voces se levanta para alertar de un extravío: “Amigo mío, así no. Has perdido el rumbo. Te estás volviendo un cascarrabias”.

Lo sabemos; suelen tener razón, y lo más sensato es reconocerlo y enmendar lo antes posible. No será porque nos falten ejemplos de cómo hay que hacer las cosas. Solo hace falta mirar alrededor y observar cuidadosamente la dignidad de los silencios que atesoran algunas miradas en el parque, o el hacendoso trajín del devenir doméstico detrás de los balcones.

Van pasando los años y, ciertamente, no quisiera parecerme a nada ni nadie que quiera considerarse marchito. Ya sé que no va a ser fácil. Hay dolores y omisiones que nos recuerdan todos los días que hemos abandonado la frontera de la irreductibilidad. Pero insisto, no faltan ejemplos de resistencia.

Pasean por las calles la dignidad de conocer cada rincón, cada latido y cada soplo de la memoria. Construyen con la mirada mundos que fueron, leales hasta la muerte a cada sentimiento, a cada filiación, a cada amanecer como ese nuevo tesoro inmerecido. Beben lentamente el néctar de la vida, desde la convicción de que la sangre nueva que atrona hoy las calles empinadas de este pueblo regará algún día de consuelo a otras generaciones venideras, en el ocaso de sus días. Y, más allá de todas las limitaciones, los prejuicios, los augurios o las ambiciones de quienes nunca han estado a la altura de su apabullante sencillez, incluso se atreven a liderar una comunidad.

Es patrimonio de unas pocas almas, solamente aquellas que han mirado con ojos claros la luz que nace la infancia y acaba decantándose en ella, en un viaje de ida y de vuelta, indiferente a todas las edades, el llegar a ser venerable. Almas sencillas e inagotables como la de nuestro entrañable alcalde.


viernes, 1 de octubre de 2021

EPIDEMIA DE INDOLENCIA

 


No sé si es bueno o malo, pero lo cierto es que todas las mañanas comienzo escudriñando las noticias en la prensa digital. Me gustaba mucho más hojear el periódico, claro, con su olor a tinta y el caótico despliegue de papel sobre la mesa, a modo de retablo omnisciente. Pero las cabeceras que más me interesan ya no se publican en papel, y las que sí lo hacen no llegan a Instinción. Así que no hay más remedio que mudar de costumbres.

Me gusta saber qué ocurre y tratar de comprender el porqué. Os aseguro que no es fácil; sobre todo lo segundo. Hay demasiadas claves ocultas en todos los sucesos, procesos, fenómenos sociales. Claves que se ocultan deliberadamente y claves que por su complejidad son difíciles de contemplar. Desconfío por norma de todo aquel o toda aquella que pontifiquen sin rubor sobre lo que fuere. Los pontífices de la realidad, los sumos sacerdotes que lo saben todo adolecen del principio fundamental de la sabiduría: el querer saber. Pero su objetivo no es explicar la realidad, es evidente. Lo que pretenden es crear opinión, sustentar grupos de poder (eso que ahora llaman lobbies). Mientras tanto un pequeño blog llamado Instinción Rebelión, la aldea gala en pleno imperio, sigue su singladura edificando el estado soberano de la duda.

No es lo único en lo que esta bitácora va a contra corriente. Me explico.

Otros fenómenos generalizados que infectan la información diaria son la banalización del dolor y la creación de un sentimiento generalizado de impotencia. El dolor repetido hasta la extenuación, efectivamente agota la capacidad de conmoverse, de afectarnos. El dolor ajeno repetido y repetido ya no duele: nos hace indolentes. Por otro lado, la monstruosa magnitud del mal que ocupa todo el orbe informativo nos vence y nos convence de que nada podemos hacer frente a ello. Nos invita a ocuparnos de nuestro pequeño reino privado que ofrece un sinfín de satisfacciones por un módico precio -o no tan módico-, el reino del hedonismo consumista, del individualismo insolidario: el reino de la indolencia. Mientras tanto un pequeño blog llamado Instinción Rebelión, la aldea gala en pleno imperio, habla de personas que hacen cosas extraordinarias, que actúan sin afán de protagonismo, tejiendo una red de ilimitadas posibilidades.

Probablemente sea tarde para dar solución a algunos problemas, incluso para atenuarlos en el mejor de los casos. Soy consciente de ello. Y, sin embargo, todas las mañanas busco entre las informaciones de actualidad algo que mueva a la esperanza, algo que cambie el paso. A estas alturas no sé si es bueno o malo. Pero me gusta saber si ocurre y, sobre todo, cómo ocurre. Y no es frecuente, aunque sí es relevante compartir con urgencia claves que son concluyentes y que son innovadoras (eso que llaman ahora disruptivas).

Sin pontificar, si es posible...


martes, 21 de septiembre de 2021

UN HOYO EN EL AGUA

 

Fotografía del autor

Todo comenzó en una conversación telefónica. Sí, de las de antes, sin la molesta distracción del vídeo simultáneo. Hablar por teléfono es susurrar directamente a una oreja amiga y dejar que una voz lejana altere suavemente la homeostasis de nuestra intimidad.

Pero es que, además, hablar con Adolfo, Señor de las Alpujarras, es siempre una lección de vida. Y, por suerte para mí, en estos días tenemos buenas razones para hacerlo con cierta frecuencia. No recuerdo a cuento de qué, en una de estas conversaciones surgió el silogismo del hoyo en la arena de la playa para ilustrar la sensación que a veces nos asalta a quienes dedicamos nuestros esfuerzos a colaborar en diversas causas imposibles: cavamos y cavamos pero inevitablemente el agua del mar vuelve a inundar nuestro agujero, y la labor tiene que volver a empezar.

A lo largo de estos días la imagen ha ido abordándome con insistencia; algo no encajaba en la metáfora. Si esto es inevitablemente así, ¿por qué hay personas que continúan infatigablemente en su labor, sabiendo que no va a servir para nada?

La semana avanzaba sin ofrecer, aparentemente, respuestas.

Llegó el martes, y como todos los martes llegaron los niños de la Residencia de menores a la biblioteca. Irrumpió el jaleo, las inquietudes, los ojos que ambicionan conocimiento y atenciones. El dulce caos. Entraron como quien llega a casa, a un lugar seguro, familiar. Algo estaba cambiando. Podía llegar a ser imperceptible entre los anaqueles, pero si observaba atentamente, veía cómo el agua ya no desbordaba el hoyo.

El miércoles nuestra palmera, nuestro faro verde, se disponía a guiarnos hacia un puerto confortable al que fueron llegando los miembros constituyentes de la madre de todas las locuras. Paco, Pilar, Adolfo, María Salud y más tarde, Pepe, Félix y Paco, nuestro alcalde. Hubo un momento en que observé en silencio el decurso de la reunión y podía sentir claramente cómo el agua se filtraba hacia el fondo del agujero.

El jueves, por ventura, visitamos a María, alma rebosante de experiencias y de convicciones como un recipiente hermoso y frágil que hubiera perdurado desde la eternidad. Y también a Mari Carmen, heredera de la más brillante colección de Quijotes que podéis llegar a imaginar, guardiana infatigable de fantasías y recuerdos en el corazón de un prometedor porvenir. Qué riqueza, qué abundancia tan apabullante en una sola mañana. Mientras, podía observar con claridad la retracción del agua en el alegórico agujero de arena.

El sábado, por fin el sábado, tuvimos la fortuna de encontrarnos con la historia de nuestro pueblo, en la voz de Ángel, con su libro ya en las manos. La plaza, rebosante de interés, respiraba un aire de reverencia ancestral. Las redes sociales atentas, como nunca, a lo que allí ocurría. Y en medio de aquel cosmos, si observaba atentamente, podía sentir cómo el agua se retiraba un poco más del hoyo.

Y el domingo, como todos los domingos, subimos a regar nuestros arbolillos en el Cerro de la Cruz. Echamos, por cierto, de menos a Marianne, que ha emprendido viaje de regreso a su país. Pero Ramón y yo esperábamos a unos nuevos ayudantes: de nuevo los niños de la Residencia. Y mientras ellos inundaban alcorques ayudándose con todo tipo de vasijas, el agua de mi hoyo imaginario se retiraba por completo, el mar se calmaba, los sueños imposibles despertaban con la ambición de llegar a ser irrenunciables.

Todo en orden desde el lunes. La rueda de la semana vuelve a girar. Levanto el teléfono. Tono de llamada. Y un extraño escalofrío de satisfacción al descubrir, no sin sorpresa, que he comenzado a cavar un hoyo en medio del agua del mar. Y no estoy solo.


sábado, 11 de septiembre de 2021

ASIMETRÍAS

 

Fotografía del autor

Podría deciros que he admirado a unos cuantos maestros, a muchos de ellos no tuve la suerte de conocerlos personalmente. Podría decir que voy aprendiendo a plantearme las preguntas oportunas a cada circunstancia y cada momento. Que he cultivado con mayor o menor destreza semillas de concordia de enraizamiento profundo. Que vengo observado atentamente mi propio devenir como un testigo cercano de lealtad insobornable.

Ahora, por fortuna, no me resulta tan difícil reconocerme como parte de una tribu, aquella que me ha ido acogiendo desde que aprendí a hablar con la voz muy baja, susurrando, a través de páginas descoloridas. A esta tribu pertenecen seres tan extraordinarios como Salvador Pániker, de quien he tomado prestado, por cierto, el título de una de sus obras. Se trata de la recapitulación de un corpus de pensamiento tan brillante como atractivo: Asimetrías.

Las asimetrías conceden una belleza incontrovertible. Dibujan un perfil de asombro cotidiano por la desemejanza, por la sinceridad, por el alma sublime y profunda. Las asimetrías debilitan de manera contundente el paradigma de homogeneización global. Por eso las tribus deben ser asimétricas, tanto como el cambalache de aire que respiran al compartir, que comparten al respirar.

No hay tiempo que perder. De las tribus castradoras nunca advertiremos lo suficiente. De los que nadan en excremento y son incapaces de apreciar un aroma sutil. De los que acaban abocando toda su gloriosa mierda salvapatrias en un infecundo estercolero maloliente. Simétricos, uniformados, obedientes, sumisos, venales, homicidas.

Necesitamos con urgencia que la juventud sea un pantano de asimetrías. Que cada individuo sienta íntimamente la pertenencia a algo hermoso, la propiedad de una identidad inviolable, la ternura de un aliento amigo. Necesitamos tribus valientes para dar cobijo a la infancia. Que ensayen cada mañana la melodía de un nacimiento tan incierto como excitante. Que hagan de los frutos del pensamiento universal alimento y lumbre, confortable hogar. Que abracen con pasión el tiempo que nos ha tocado y bailen con él hasta seducirlo de madrugada.

Sí, es la magnitud de la diferencia, de la imperfección, de la fragilidad, de la vulnerabilidad lo que refleja con malicia nuestro espejo. Pero nada de eso debe instalarnos en el miedo, ni en la ignorancia de todo aquello que no es tan evidente.

Dejad pues que cumplimenten convenientemente sus ritos. Dejad que crezcan sanos y fuertes, por el bien de todos aquellos que han de ingresar en su linaje. Dejad que acomoden en su seno también a los indecisos o los antagonistas. Hay lumbre para calentarnos juntos. Hay pan y paz para todos. Dejad que su nombre pertenezca quizá en un futuro a algún paraje singular, tal vez un bosque.


miércoles, 1 de septiembre de 2021

EL AMIGO INVISIBLE

Fotografía del autor

La vida no viene con un manual de instrucciones, es obvio. Si bien todos sospechamos que resultaba más simple en el pasado -aunque no por ello siempre mejor-.

Si la medida de un viaje era lo que tus dos piernas podían avanzar en una jornada, no podía haber mucha diferencia entre viajeros en cuanto a la distancia plausible a recorrer, más allá de la edad, el estado de salud, la climatología o, claro está, la disponibilidad de caballerías.

Si eras hijo del boticario, el terrateniente, el alcalde o el médico podías estudiar; si eras la hija de un arriero, un carpintero, un labrador o una tejedora lo más probable es que no.

Si los gobernantes ejercían con todas sus armas la persecución al diferente o al disidente, la masa se homogeneizaba de manera dramática en sus usos y costumbres. La vida era más fácil, porque la certidumbre venía impuesta por la imposibilidad de divergir o negociar. Entonces sí que había un manual de instrucciones, ya que para casi todas las decisiones importantes había un código de conducta de obligado cumplimiento.

La sociedad occidental ha llegado a un alto grado de libertad en el que ese antiguo código de conducta ha saltado por los aires. Ya sabéis, son las sociedades “líquidas” que tan brillantemente nos describió Zygmunt Bauman.

Para colmo, nuestra naturaleza nos dicta un modo de aprendizaje que se basa muy sólidamente en la imitación de modelos. Aquí podríamos hablar de las neuronas espejo o del gregarismo, por ejemplo. En las sociedades líquidas, los modelos son tan inseguros y volubles que no garantizan la estabilidad de un sistema duradero de convivencia.

En un estado permanente de transformación es normal que uno entre en pánico, en estrés crónico; te sientes traicionado por tu entorno. A las expectativas de un futuro catastrófico se suman la inutilidad de los aprendizajes adquiridos para afrontar un mundo desconocido, la carencia de modelos de éxito razonable que emular o la interminable casuística de desgracias que vierten sobre todos nosotros los medios de información. Parece que todo ello nos conduce a tratar de simplificar al máximo el magma de complejidad que nos abrasa. Y, por supuesto, casi siempre resulta más difícil si eres joven.

Es esta un atmósfera en la que aparece de manera recurrente la queja y el horror por las agresiones perpetradas por colectivos bien estructurados. Su fuerza proviene del sometimiento a nuevos códigos de conducta de obligado cumplimiento, a un modelo autoritario.

Podríamos quedarnos en este punto del análisis y todo sería correcto.

No obstante, existen también fundados indicios de inteligencia entre nosotros. No suelen manifestarse en grupo, no obedecen a un código autoritario, no renuncian a preguntarse el porqué de las cosas, no hacen gala de sus trofeos, no tratan de silenciar a los demás con sus decibelios, no aparecen en los periódicos.

Están junto a vosotros. Se manifiestan sutilmente todos los días. Aceptan la complejidad, la falibilidad, la emotividad y demuestran por ello una incalculable fortaleza. Y nosotros, que recibimos todos los días algún regalo inmerecido de uno de estos “amigos invisibles”, no hacemos otra cosas que quejarnos de las miserias y de nuestra mala fortuna, de lo “visible”.

Pues bien, sed bienvenidos a la libertad, amigos, a la de verdad. La de la sociedad líquida, sí, la de un mundo que se tambalea y se resquebraja como un huevo que promete la inminente eclosión de una nueva vida.

Nada garantiza que vaya a ser mejor, pero observad bien porque va a suceder en cualquier momento, porque ya está sucediendo. Aunque me consuela pensar que probablemente forméis parte de esa floreciente congregación de amigos invisibles que me rodea y sé, con absoluta seguridad, que no dejáis de alimentar día tras día, noche tras noche el firme fundamento de nuestras esperanzas.

 

sábado, 21 de agosto de 2021

LÍMITES

 


De joven leía bastante más, desde luego. Alimentado por una febril fogosidad contravenía tozudamente el orden de la lógica, de todo pensamiento práctico, y dedicaba arduos esfuerzos a imaginar mundos posibles, sin saber que no lo eran. Sin otra razón de vida que ir enamorándome en cada estación, me sumergía en mares de psicodelia radiofónica hasta descubrir el éxtasis en alguna melodía que a menudo se hacía acompañar de algún texto extraordinario.

Eran otros tiempos, sí. Tuve, por añadidura, la fortuna de nacer algo más tarde de lo que me correspondía por afinidad y por sensibilidad con respecto a todo lo que más he amado, con lo cual, siempre se me ofreció disfrutar de frutos maduros, de sabor intenso y exótico. Por eso os puedo hablar hoy de uno de ellos y de la reflexión que me acompaña en estos días.

Breve como intensa, dulce como lacerante, en algún momento de cuya memoria quisiera tener conciencia llegó a mis oídos una canción que decía así: “Mi vida limita al norte con la muerte, al sur con mi madre herida, a la derecha mi amo contabilizando el aire, y a la izquierda tu sonrisa, amiga de amar, amante”. No supe hasta mucho después que el autor de esta glosa era León Felipe, porque, en realidad, yo lo escuchaba en las voces de un maravilloso grupo coral que algunos tal vez recordaréis: Aguaviva.

No deja de ser curioso que venga a mi memoria esta canción en días como estos, con temperaturas de un calor extremo tanto de día como de noche, con incendios forestales de consecuencias catastróficas, con regiones polares acelerando el ritmo de un deshielo definitivo.

Los límites se van estrechando. Sabíamos que nuestra madre solo era fértil en determinadas condiciones, que esas condiciones eran delicadamente frágiles y constreñidas. Vivimos, por ejemplo, en el interior una fina capa de siete a diecisiete kilómetros, según se mida en los polos o en el ecuador. Todo sucede entre los cinco mil metros de altitud y los dos mil metros de profundidad. Fuera de ella no hay vida, no es posible la vida.

Por no hablar de frío y de calor. Por debajo de -18ºC y por encima de 50ºC, las condiciones para la vida son casi insalvables. Más allá de estos límites solo se puede encontrar vida en estado latente, en márgenes definidos entre -200ºC y 80ºC/110ºC. Pero es testimonial.

También podríamos anotar los límites del aire. Ya sabéis: nitrógeno, al 78%, oxígeno, al 21%, gases nobles, al 1% (argón, neón, criptón y helio), dióxido de carbono, al 0,04% y vapor de agua, más o menos al 0,97%. Cualquier alteración de esta composición significa un riesgo para la vida. El aumento de partículas de polvo, por ejemplo, cambia la carga eléctrica de los iones produciendo un deterioro importante en la salud. Además, no hemos dejado de inyectar nuevas sustancias a su composición en las últimas centurias y lo peor es que algunas de esas sustancias que contiene ahora el aire son altamente reactivas, son más propensas a interactuar con otras para formar nuevas sustancias. Cuando algunas de estas sustancias reaccionan con otras, pueden formar contaminantes muy peligrosos.

Es en ese mismo aire en el que necesitamos respirar entre las 44 veces por minuto de un bebé y las 8 a 16 de un adulto, todo ello en estado de reposo. No parece aconsejable intentar batir el récord de apnea, aunque el aire no sea de la mejor calidad.

Con la comida tenemos más margen. Podemos dejar de comer hasta 45 o 60 días, pero los resultados serán funestos. Si queremos que todo vaya bien, mejor comer entre tres y cinco veces al día.

Necesitamos en definitiva tierra firme, fuentes de agua potable, suelo orgánico, lluvia en su cantidad justa, vegetación y fauna, etc. Y necesitamos que todo ello se relacione de una determinada manera en que la convivencia entre todos los factores favorezca la fertilidad y la reproducción de millones de formas de vida que conocemos y, sobre todo, que no conocemos. Todas ellas forman parte del engranaje.

Si abusamos del sedentarismo nuestro cuerpo abandona sus condiciones óptimas. Si abusamos del esfuerzo físico, se colapsa. Si vivimos en soledad, nuestra mente sufre. Si nos sumergimos en un gregarismo extremo, nos asfixiamos psíquicamente.

Si nuestros emolumentos están por encima del sueldo mínimo interprofesional podremos sobrevivir modestamente. Por debajo de este, seremos más o menos pobres -en esto también hay grados-. Si estamos muy por encima, seremos económicamente ricos, pero nuestra tasa de necesidades a cubrir experimentará un alza incontrolable.

Es de locos. ¿Cómo ha sido posible que prospere la vida en estas condiciones? Y, sobre todo, ¿cómo es posible que algunos iluminados piensen que pueden controlar este mecanismo? Los límites son muy marcados y, sin embargo, el engranaje es de una complejidad inimaginable.

Ahora, de mayor, leo menos. Quizás sea una fatiga crónica por la acumulación de todo eso que he aprendido y no me sirve para imaginar mundos nuevos, imposibles, sino todo lo contrario. Aun así, vale la pena recordar que siempre, en cualquier circunstancia, en cualquier proporción de combinación de factores que hayamos encontrado a lo largo de nuestras existencias, nos moveremos en unos márgenes estrechos, estrechísimos, entre los que habrá sido posible que surja la magia de la vida. Y podremos cantar con mejor o peor entonación aquello de “Mi vida limita al norte con la muerte, al sur con mi madre herida, a la derecha mi amo contabilizando el aire, y a la izquierda tu sonrisa, amiga de amar, amante”.

miércoles, 11 de agosto de 2021

EL BENEFICIO DE LA DUDA

 

Fotografía del autor

Digamos que uno ya ha llegado a una edad madura, que ha superado una larga etapa de inseguridades, de desaliño emocional e ideológico y, en definitiva, ha construido un sólido edificio de personalidad y convicciones inquebrantables. Es mucho decir, lo sé, pero seguidme el juego.

Pongamos, por contra, que la realidad que rodea a este individuo maduro está quebrándose o, aún peor, licuándose de modo que no hay nada que pueda retener, nada que permanezca inalterado. Los referentes ni son estables ni son compartidos por la comunidad, hasta el punto de que ha arraigado en el subconsciente un estado de alarma permanente que invita al sálvese quien pueda.

¿Cómo es posible mantener en esta situación una estabilidad emocional y social? ¿Cómo podemos sobrevivir en una formidable inundación de información si toda la que nos llega es un caldo emponzoñado? Y lo más importante: ¿Cómo desarrollar una existencia proactiva, serena, estimulante?

No estoy seguro de que sea posible. Pero, cuidado, mi duda no comporta el abandono de toda esperanza. Es más, la duda puede ser un buen instrumento para buscar en la rebotica lo que no muestra el escaparate. Porque, contrariamente a lo que se cree, lo que no se ve también existe.

Entremos, pues en la rebotica. A partir de ahora en lugar de jugar a “veo, veo” como si fuéramos niños, comenzaremos a jugar a “no veo, no veo”, como si fuéramos adolescentes que, con una desbordante inquietud, buscan lo desconocido, lo oculto.

No veo, no veo a millones de personas que plantan árboles en una lucha titánica por recuperar la fertilidad y la biodiversidad de cada rincón de la Tierra. Solo veo grandes incendios, sufrimiento, derrota. Y a todo el mundo dando la batalla por perdida.

No veo, no veo a miles de científicos, de intelectuales, de pensadores que buscan soluciones plausibles a los terribles retos que se avecinan. Seres extraordinarios que deberían ser una fuente de inspiración para todas nuestras hijas y todos nuestros hijos, mientras una parte del mundo llora por la marcha de un futbolista a otro equipo en el que la otra parte del mundo se abraza eufórica por la llegada del mismo interfecto.

No veo, no veo a millones de jóvenes que han decidido subirse a una bicicleta y atravesar las junglas urbanas, entre la amenaza de ser engullido y ser despreciado por los orgullosos propietarios de un pedazo de jaula de Faraday que, en lugar de aislar de los campos magnéticos, te aísla de toda señal de vida inteligente.

No veo, no veo a todas aquellas personas que luchan sin descanso para preservar el patrimonio comunal, el hogar de todo lo que es vida, de la especulación y la explotación privativa frente a los poderes que envuelven la destrucción en celofán de bonitos colores, de promesas de prosperidad generalizada, una prosperidad que promueve nuevas necesidades que cubrir hasta elevar la espiral del absurdo a lo más alto de un buen montón de basura que no desaparece debajo de las alfombras del reino.

No veo, no veo a millones de personas que se han privado de incluir en sus menús manjares pantagruélicos, mega proteicos, inasequibles para la mayoría, generadores de innumerables afecciones y de sobrexplotación de recursos sanitarios.

No veo, no veo el día en que todo el mundo se pregunte: si las cosas no van bien ¿por qué seguimos haciendo lo mismo? En lugar de eso, se acerca una era de carestía y de inflación global en la que lo poco que queda será el botín de los banqueros de la más rotunda miseria que se haya conocido.

Pero, entonces ¿cómo es posible mantener en esta situación una estabilidad emocional y social? ¿Cómo desarrollar una existencia proactiva, serena, estimulante?

No estoy seguro. Mi única fe es la duda, lo siento. Aunque la duda es, en realidad, lo que me mantiene vivo, porque ¿acaso no es también verosímil dudar de lo que parece una deriva inapelable? ¿Y si hay alguna manera de ver lo que hay en la rebotica? ¿Y si en la rebotica es posible reformular el futuro? ¿Y si han llegado ya a ella los verdaderos alquimistas que estábamos esperando? ¿Y si tú eres una de ellas, uno de ellos?



domingo, 1 de agosto de 2021

DESLEIR EL VACÍO

 

Fotografía: Museos de Terque

El reloj del campanario de Instinción ha dejado de medir el tiempo. Para dicha de todos los insomnes ha renunciado a tañer las horas noche y día. Seguramente sea un golpe de calor…

Es curioso cómo la ausencia del percutir nocturno de las horas ha definido un frondoso vacío en torno. Sabed que detrás de cada vacío se despeja la espesura hacia remotas manifestaciones de vida que habían quedado ocultas por el estruendo de lo evidente. Es algo parecido a lo que sucede con el concepto “España vacía”. Ay, si Jung levantara la cabeza.

“Si el inconsciente colectivo pudiera ser personificado […] no parecería una persona, sino más bien una especie de onda infinita, un océano de imágenes y de formas que emergen a la conciencia en ocasión de los sueños o de estados mentales anormales”.

Ahora que aquí ya no es rentable horadar la tierra en busca de metales, consumir la leña de miles de hectáreas de bosque, explotar a cientos de campesinos bajo un sol abrasador, sustraer las fuentes para apagar la sed de la industriosa masificación, ahora somos la España vacía. Y como está vacía, hay que llenarla de alguna manera rentable. Por ejemplo, con un sórdido mar de placas fotovoltaicas o con un despliegue de gigantescos molinos eólicos que asemejan un cadalso de cruces dispuestas a ejecutar una buena recua de disidentes.

Afortunadamente, cuando el estruendo enmudece, las manifestaciones de lo extraordinario afloran como una sutil emanación, como una líquida surgencia. Así se manifiesta la más valiosa materia prima que esconde nuestra tierra: la inteligencia.

“Sería un soñador de sueños seculares y gracias a su experiencia desmesurada, un oráculo de pronósticos incomparables. Porque habría vivido la vida del individuo, de la familia, de las tribus, de los pueblos un número considerable de veces y conocería —como un sentimiento viviente— el ritmo del devenir, de la expansión y de la decadencia”.

Si Carl-Gustav Jung levantara la cabeza, abrazaría con pasión la ferviente tarea de salvar la memoria de lo que fuimos para mantener con vida a ese pobre “soñador de sueños seculares”. Y esa industria, esa peculiar forma de minería solo es posible en aldeas pequeñas, ancianas, achacosas, orgullosas, como Terque. Pero como no tenemos a Carl-Gustav con nosotros para hacer posible cuatro milagros en uno, allí están Alejandro y sus contumaces co-laboradores para mantener viva la esperanza en cada sala y cada rincón de sus museos.

“No puedo sino llenarme del más profundo asombro y de la mayor veneración cuando me mantengo en silencio ante los abismos y las alturas de la naturaleza psíquica, mundo sin espacio que oculta una abundancia inconmensurable de imágenes amontonadas y condensadas orgánicamente durante los millones de años que hace que dura la evolución viviente. [...] Y estas imágenes no son sombras laxas, son condiciones psíquicas cuya acción es poderosa, que desconocemos, pero a las que no podemos privar de su potencia por mucho que las neguemos”.

Bendito vacío.