jueves, 21 de mayo de 2020

CAMINANTE




Como todos sabemos, los árboles no hablan. El agua no piensa, el aire no siente, la tierra no palpita. Benditos aforismos. Solamente se sostienen a medias. Sólo hasta que las evidencias derriban de manera irrevocable el muro, ese muro que hemos levantado alrededor de nuestra presuntuosa autosuficiencia como especie.

Nos hemos desconectado. No entendemos más lenguaje que el de las palabras. No somos capaces de comunicarnos con la vida.

Con estas y otras reflexiones me acercaba caminando al paraje de Los Morales, pensando cómo podría yo escuchar el mensaje de una enorme y anciana encina que habría visto pasar más de cien mil soles ante ella. Ni siquiera podía estar seguro de merecer su atención. Aunque bien es verdad, que ya había escuchado la voz del pueblo y su recomendación había de ser un valioso salvoconducto.

Por fortuna, el aire parecía querer tranquilizarme con su agradable provisión, mientras yo transitaba entre pinares y gándaras, pedregales y sendas. Largo es el camino para quien no ha educado sus pasos a estos quebrados derroteros. Pero, como todo en la vida, ha de llegar recompensa si la voluntad persevera.

Así traje conmigo todas mis preguntas, así llegué a las inmediaciones de mi destino, adivinando ya en la distancia la colosal envergadura de aquella arborescencia. Una casa, una fuente, un paisaje sublime, un recitar refrescante de sonidos, una serenidad inmaterial en el ambiente, como la que descansa en el interior de los templos en soledad.

Unos pasos más y mis dedos tocaban su corteza. Unos pasos más, rodeando su tronco en todo su esplendor. Me senté a su lado y esperé una señal. Las hojas solo hablaban el dialecto del viento, atravesadas, alimentadas por el flujo. Un dialecto impostado, como la luz de la luna. Y sin embargo hermoso. Permanecí a su lado.

Y llegó la tarde. Y llegó la noche. Pero nadie me hablaba. Con el frío me invadió la tristeza, con la noche me acorraló el sueño. Venía preparado. Extendí un saco buscando el resguardo del relente y de esta manera me acomodé como pude junto a la casa forestal. No había llegado hasta aquí para abandonar. Las preguntas enredaban en mi mente como un escandaloso gatuperio. Las dejé corretear sin ataduras; ancha era la oscuridad. Hasta que fueron encalmando y yo, por mi parte, troqué en desmayo mi inquietud, y de esta suerte quedé dormido.

lunes, 11 de mayo de 2020

LA AUTORIDAD


  • De acuerdo -dijo la voz tras escuchar mis razones- confío en ti. Habla con la autoridad máxima de nuestro entorno y preséntate ante ella. Te asignará una misión. Créeme cuando te digo que eso te ahorrará mucho tiempo.
  • ¿Te refieres al alcalde?
  • No, me refiero a la autoridad máxima. El alcalde es la autoridad máxima de los humanos, pero la autoridad máxima de nuestro entorno es el ser más anciano.
  • ¿Y quién es el ser más anciano?
  • En realidad no lo sabemos. Podría ser un hongo o una bacteria, pero a efectos prácticos le otorgamos ese reconocimiento a un árbol.
  • Parece lógico. Dime, ¿qué árbol es?, ¿dónde puedo encontrarlo?
  • Es un ser extraordinario y su edad siempre ha sido un enigma. Podría tener doscientos o trescientos años. No lo sabemos. Es la Encina de los Morales. Tendrás que presentarte ante ella para ser aceptado por la comunidad. Tu misión aquí quedará sellada junto a ella. Y también te explicará cuáles han de ser tus mejores aliados.

Se oyó ruido en una calle cercana y la voz dejó de hablar. Con aires desafiantes torció la esquina un gato amarronado. Lo vi alejarse en busca de un primer plato para el desayuno y tras él me fui yo caminando por las calles que ya se desperezaban.

No dejaba de rondar mi mente una cierta inquietud. Cuando alguien confía en ti es como si firmaras un contrato vinculante. Resulta casi siempre más comprometedor que cualquier otro tipo de acuerdo formal. Resulta conmovedor. Y lo que conmueve, compromete.

Miré hacia la sierra. El camino que conduce a Los Morales se esconde tras el Cerro de la Cruz. Allí me esperaba una encina que, quién sabe, tal vez había convivido con los famosos moriscos y que, seguro, había sobrevivido a la furiosa deforestación que propició la minería en tiempos más cercanos. Era una superviviente, era la autoridad. Pronto conocería mi destino. No era cuestión de demorarlo.

viernes, 1 de mayo de 2020

INGRESAR, RENACER



Foto: Miguel Ángel González Carrillo


Mi pueblo habla cuando todo lo demás calla. Si he de escucharlo, es sencillo. Me siento justo antes del amanecer en la calle Boquerón, la calle Aguas o en el Rincón del Obispo, y observo su distraída somnolencia, esa que guarda celosamente la memoria de extensas generaciones.

Ha de ser en ese momento justo en que un hilo de luz alimenta la confusión entre la imagen y la oscuridad, suplicando a cada objeto el alumbramiento de una única substancia, el sonido todavía se retrae.

El sonido es inminente, su sopor pesa como el aire que descansa entre los anaqueles de una grávida biblioteca. Es el peso de millones de palabras confinadas en sus libros anhelando un plan de huida, historias durmientes en ancianas calles de papel, que solo se abren a quien las transita con el respeto de un lector inexperto en territorio inexplorado.

Un pueblo como Instinción únicamente habla cuando lees en su páginas abiertas de par en par la intensa memoria de cada una de sus generaciones.

Pues bien, estoy dispuesto. Mis ojos, mis oídos, mi olfato buscan recuerdos que no me pertenecen. Me siento profundamente cautivado, tan profundamente que apenas percibo una cercana voz que me pregunta: ¿Y tú quien eres?

Pero no veo a nadie. Las ráfagas de viento conmueven cada milímetro de mi piel. La respuesta se atraganta por un instante, el instante en que decido pudorosamente ir desnudando mi soledad.

Ese nadie es un todos. Todos, en todas partes, en todo tiempo. La voz inquisitoria, la voz coral, la que defiende una identidad que reconoce en el extranjero una posible amenaza. La que necesita cartografiar cada detalle del desconocido, su origen, su familia, su apodo, su historia, sus convicciones, sus ocupaciones, sus propósitos.

El pueblo ha hablado. Esconde de momento sus más íntimas revelaciones. Desconfía desde la curiosidad, desde el asombro contenido. Lo hace por oficio, un oficio de miles de años. El pueblo examina.

Y yo me observo recitar a su oído, con templanza, la madeja de todas mis expectativas y mis tribulaciones.

Y él va restañando sin precipitación, con su serenidad inmanente, cada tejido de mi urdimbre orgánica.