viernes, 21 de mayo de 2021

EL SÍNDROME DEL DESAMPARO

 

Fotografía del autor

Invariablemente los senderos en desuso acaban siendo invadidos por la maleza. Esto es así en el plano físico y en el metafísico.

Atravesar vastos y bellos paisajes, transitar en solitario nuevas ideas, nuevas interpretaciones de la vida, resulta ser una tarea colosal, en ocasiones ingrata. Alguien tuvo que descubrir por primera vez todo esto como un territorio inexplorado, rudo, difícil de doblegar. Quizás por ello, los pioneros despiertan en nosotros mayor admiración y, sin duda, un sentimiento intenso de desamparo cuando uno de ellos se va, como el maestro Battiato.

Siempre que esto ocurre, siento una enorme responsabilidad de seguir manteniendo transitables esos caminos que ellos nos fueron abriendo. Y no sé si estaremos a la altura que la tarea requiere.

A tal fin, no se me ocurre mejor modo de desempeñar mi torpe, obstinada y comprometida labor, que reconociendo y sumándome a todas aquellas almas que todavía están con nosotros dispuestas a levantar fronteras, impedimentos, prejuicios, desatinos y trazar de manera inequívoca un ímpetu favorable, un destino plausible, almas como la del querido y admirado Adolfo, señor de las Alpujarras.

Son extraordinarias, no por el talento, ni por la energía, ni por la herencia o la formación que depositaron en ellas, que los tienen en muchos casos en proporciones abrumadoras. Son almas extraordinarias por su capacidad de comprender y de actuar en consecuencia, por la cualidad de superación que se desprende de su conexión íntima con la vida.

Con todas sus limitaciones, que son también las nuestras; con todas sus incertidumbres, que son también las nuestras; a pesar de saber que jamás llegarán al destino que persiguen, nada detiene su paso firme.

Con cada palabra, con cada gesto, con cada silencio, nos muestran la contundencia del respeto, el valor de lo efímero, la inspiración de una pasión intensa que desborda con su sereno oleaje el horizonte de una sola vida.



martes, 11 de mayo de 2021

ALUMBRAR UNA ELECCIÓN

 

Fotografía de José Antonio López Salvador

La verdad solo echa raíces en la fragilidad de los más inhóspitos tremedales.

La verdad es un sombrero viejo, un sombrero pasado de moda que ya nadie coloca sobre su cabeza.

La verdad es todo eso que jamás llegaron a explicarte, que nunca llegaste a comprender por ti misma. Porque se inventaba a cada paso. Porque si caminabas hacia atrás, todo se transformaba de manera emocionante, porque si mirabas la habitación cabeza abajo, nacía un mundo nuevo.

La verdad es una criatura inmadura que camina siempre con pasos inseguros, que necesita apoyarse en alguien, en algo, para levantarse con firmeza. Y a la postre, cuando crees que la sustentas, camina alrededor de ti, desafiando a la desmemoria, marcha atrás, hasta destejer la madeja que te oprime, hasta dejarse caer cabeza abajo, con los ojos cerrados y el corazón palpitante, con la excitación de saberse irrenunciable.

No es el sombrero lo que importa, es lo que ocurre en tu cabeza al cubrirte. No son los pasos inseguros lo que debes observar, es la sonrisa. No es el terreno pantanoso lo determinante, sino el ímpetu de las raíces por abrazarlo.

Todo lo demás son contingencias.

Lo sé, no es evidente. Casi siempre lo importante no es lo evidente. Pero podemos elegir, Carmen. Podemos colocar nuestras cabezas bajo el sombrero de la verdad de vez en cuando, para observar pacientemente, por ejemplo, la manera en que un inapelable brote de salud guía nuestros pasos inseguros hacia el cálido abrazo de una sonrisa.

Definitivamente, podemos elegir qué es lo importante, y eso haremos. Podemos desafiar a la desmemoria, y así obraremos. Debemos reconocernos irrenunciables, sin más. Con los ojos cerrados, por la emoción, y el corazón palpitante.


sábado, 1 de mayo de 2021

ELOGIO DEL SILENCIO

 

Ilustración: Cristina Pérez Fernández

Uno..., dos..., tres. Búscalo ahí, donde no lo ves…

Entre nota y nota, segundo a segundo, latido a latido, gota a gota. Todo lo importante, lo esencial, ocurre entonces, al filo del silencio.

Si es blanco, detiene el pálpito, ensancha el intervalo. Un poco más, y más; el tiempo se funde al precipitarse, el frío se expande, los pasos abrazan la lentitud, la muerte deambula sin pauta. No cabe duda, el ruido de fondo ha desaparecido, pero en su lugar lo que queda no es un vacío.

Si es oscuro, desviste el alma, contraviene la lógica, infunde paradojas. Traspasa el umbral de todos los espejos, sin luz, sin aliento. Amenaza sutilmente con su premonitoria caricia el frágil horizonte de sucesos. No hay ruido, y, sin embargo, en su lugar se ha instalado algo espeso.

Si es púrpura, viaja ligero, de fuera a dentro. Se instala en la antesala de la fulguración, obscenamente ubérrimo, hasta desbordar los límites de lo conocido, hasta desactivar parásitos, perturbaciones, algarabía, abriendo una nueva senda a través de la cual discurra el caudal emergente.

Si es azul, pasea su imprudencia por la basílica incontinente de la eternidad. Pero es tan dulce, que, de un modo distinguido e infantil, seduce a la razón y duerme todo su estruendo hasta amueblarlo de plenitud.

Y si es carmín, se entrega al más absoluto abandono, regresa a un origen sustancial, indiferente a rumores seculares. Por ello escucha íntimamente el verbo singular de esas miradas que aturden la luz del crepúsculo, que descomponen el querer. Hasta llegar a ser.

Callo, pues, para comprender. Callo para amar. Callo para recordar. Callo para alcanzar la más profunda complicidad, la esencia.

No, definitivamente el silencio no es ausencia de sonido. Y si todavía no lo encuentras, búscalo ahí, donde no lo ves...

Uno. Abro los ojos.

Sin rubor, el silencio observa complacido los tuyos.

Dos. Mis dedos leen tu rostro.

Hasta dibujar el alumbramiento de una sonrisa.

Tres. Abrazo tu cuerpo.

Y escucho claramente el sonido de la luz atravesando el mío.