viernes, 21 de enero de 2022

VACÍO


Fotografía: Miguel Ángel González Carrillo

A pesar de los pesares, aunque la piel se nos ha ido endureciendo con los años, los embates de la vida y el sol justiciero, uno sigue sin estar preparado para las pérdidas, sobre todo las de aquellas personas que han derrochado generosidad e inteligencia. No estamos sobrados de nada, y menos de talento social.

Y lo peor es esta sensación de no estar a su altura, de que no vamos a ser capaces de llenar ese vacío, porque quien se ha ido es insustituible. Sí, hemos muerto muchas veces; cada vez que desaparece aquello que amábamos, aquella o aquel a quien admirábamos.

Pero siempre hay un día después, abierto, complejo, dinámico, sublime, para reconstruir los afectos y la inspiración. Decía Lao-tsé que la utilidad de una ventana no se encuentra tanto en el marco como en el espacio vacío que permite que la luz penetre en el interior. Con María, alma alpujarreña inmortal, hemos perdido un precioso marco, pero nos queda su luz.


martes, 11 de enero de 2022

ESTACIONES


Fotografía del autor

Siempre he creído que la verdadera dimensión humana de la vida reside en la sensibilidad más que en el razonamiento. Bien es cierto que una de las más recurrentes supersticiones de las personas es trufar sus experiencias de un sinfín de preguntas como si cada una de ellas fuera un peldaño de una larga escalera hacia el conocimiento. El problema es que esas largas y fatigosas escaleras conducen con frecuencia hacia ninguna parte, porque las preguntas no son las oportunas.

Cuando la disciplina de nuestra vida la marcan las hipotecas, los horarios inflexibles, los intereses ajenos y la cohabitación competitiva, nuestras preguntas adolecen de un patológico cortoplacismo que deriva en una especie de trastorno obsesivo compulsivo y, en definitiva, en pesimismo crónico. Vivimos con la permanente sensación de que hemos olvidado algo, de que queda poco tiempo para esto o aquello, de que un aluvión de sucesos trascendentales en todo el mundo determinan implacablemente el devenir de nuestra existencia, de que no somos, en realidad, quienes deseábamos ser.

En ese escenario el tiempo se mide en tramos cortos y se consume con ansiedad. Son momentos en que la narrativa periodística ha determinado que vivimos en la era de la pandemia y las etapas se suceden atropelladamente con la aparición de cada variante del virus. O bien vivimos en la era del cambio climático y las etapas se suceden atropelladamente con cada perturbación atmosférica de consecuencias catastróficas. O tal vez vivimos en la era de la informática y las etapas se suceden atropelladamente con cada modificación tecnológica que perturba catastróficamente la frágil homeostasis de nuestras rutinas.

Pero el tiempo no se medía así antes. Éramos quienes éramos al mirarnos en el espejo cuando contemplábamos nuestra vida desde la perspectiva de una serie de cambios naturales, más o menos traumáticos o felices, que nos pertenecían íntimamente. Había un antes y un después desde lo que fue ser hijos de nuestros padres a ser padres de nuestros hijos, desde lo que fue aprender cada día una lección en el aula a desenvolverse profesionalmente en sociedad, desde la presencia de nuestros seres queridos a la ausencia de algunos de ellos… Y tal vez el año 2019 no fue la era prepandemia, sino el año de tu viaje a Lisboa, del nacimiento de tu nieta o el estreno de un nuevo hogar. Antes de eso no conocías Portugal, no sabías lo que era ser abuela o vivías en un piso compartido. Y ahora las etapas se suceden pausadamente mientras programas un nuevo viaje, acompañas a la pequeña al parque o planeas la nueva decoración de tu salón.

Será por eso que de vez en cuando puedes permitirte el lujo de preguntarte cómo te sientes después de tus estiramientos, cuándo van a madurar las naranjas, cuánto se ha alargado el día hoy o quién te espera esta mañana.

No hay duda: hay un antes y un después desde el último beso, desde la última mirada cómplice, desde la última caricia. Esas son las estaciones de nuestro viaje. Y más allá de un inquisitivo “ser o no ser” como medida conveniente de las cosas, preferiría, si me lo permitís, comenzar el día con un “tomar o no tomar el sol”. That is the question...


sábado, 1 de enero de 2022

ÉRASE UNA VEZ

 

Fotografía del autor

Hoy me gustaría ver el nuevo amanecer desde la perspectiva taoísta de un Bloque Intacto, de una colosal roca dispuesta a ser moldeada. Para ello, la línea que separa el ayer del hoy deberá ser nítida; no una convención o un número, sino el ciclo natural que queda claramente definido por la sucesión del día y de la noche, del ruido y del silencio.

Aunque para moldear desde la serenidad, para sortear discretamente la ansiedad de la “hoja en blanco” es mejor acometer la tarea con el ardiente espíritu desposeído de expectativas de un niño. Con las manos en la masa, disfrutando del impulso creativo y sin pensar en el resultado la experiencia se concentra en el hecho de moldear y nada más, de notar una materia dúctil como promesa de algo, es decir como un “no ser” que ampara todo un universo abierto de posibilidades.

Pero lo cierto es que ya no somos niños y nuestras manos son guiadas por el aliento de todo un vendaval de recuerdos que dan forma al Bloque sin ser muy conscientes de ello. Lo que nos coloca exactamente en este punto incómodo e infecundo, atrapados entre lo que fuimos y lo que hemos de ser.

Bienaventurados, pues, los extraviados en la inmensidad del presente, sin el menor temor a fiar la suerte del momento a algún tipo de ritual que les devuelva el niño que escondemos dentro, detrás de capas y capas de ser, de haber sido. Bienaventurados los buscadores de recuerdos imprecisos, desde la precisión de un artefacto que les conecte definitivamente al intérprete inmaduro y sutil, a la memoria del primer descubrimiento. Bienaventurados los poseedores del mapa de todos los más íntimos despertares, pues con cada uno de ellos hallarán un marcador precioso, como una aguja clavada en el corazón de ese instante previo al suceso, que han de recobrar con la melodía exacta. Siempre esa melodía evocadora. Porque no hay mayor tesoro.

Y de este modo, encarar de nuevo el amanecer invocando la solemnidad de un relato fascinante y revelador, con un “érase una vez”, para rescatar ese yo que fuimos justo antes de ser yo.