martes, 21 de abril de 2020

MAPA DE SITUACIÓN



Foto: Miguel Ángel González Carrillo



Lo más sensato para situarse era trazar un mapa del territorio. Hay mapas de todo tipo, pero todos ellos indican, invariablemente, lo que se puede observar y una suerte de escalas que determinan la relación entre todos los elementos observados.

Sin dilación, traté de reconocer todo lo que era relevante en el pueblo y su entorno, buscando meridianos y paralelos, curvas de nivel, caminos, edificaciones singulares, ríos, bosques, en fin, todo aquello que admitía la lógica del papel y el lápiz, pero aquí comenzó el problema.

El cielo no cabía en el mapa, la lluvia no cabía en el mapa, el sol no cabía en el mapa, los pájaros tampoco, ni las nubes, ni las conversaciones, ni los ladridos, ni la melancolía, ni la complicidad. Demasiadas ausencias. Tenía que aprender a observar de verdad y tenía que conseguir un método más preciso para representar el territorio.

Así lo hice. Miré al cielo de día. En mañanas claras, os lo aseguro, el azul era imposible. Tomé nota. Si amenazaba lluvia, todo a mi alrededor miraba hacia las nubes conmigo. En horas próvidas, las aves celebraban delicadas ceremonias apasionadamente.

Miré al cielo de noche. Las estrellas hablaban el lenguaje de los mercados ancestrales, en un ir y venir frenético y contagioso. Si amenazaba luna, todo a mi alrededor miraba hacia el universo conmigo. Tomé nota.

Miré las más altas montañas. Crecían y crecían ante mí hasta hacerme insignificante. Unas se ruborizaban al saberse observadas y arrastraban lienzos de nubes hasta esconder su cara. Otras yacían al sol exudando una blanca sopa de frío, insípido y puro que se precipitaba hacia nosotros. Tomé nota.

Miré los bosques. Al amanecer respiraban excitados la brisa lejana para beberse de un trago el mar, los peces, la sal, la espuma. Al atardecer espiraban almas y criaturas, arcanos sonidos, lenguas cúbicas de hojas muertas. Pero tomé nota.

Miré al valle. El verde configuraba el tiempo a su antojo, tejiendo avenidas, confluencias, surgencias, gorjeos, floraciones, zumbidos, crepitaciones, chapoteos. Tomé cumplida nota.

Miré al suelo. Todas las esperanzas estaban enredadas en una furiosa tormenta de raíces y rizomas, mientras alguien subastaba sin pudor los pasos de todas las especies. Tuve miedo. La tierra olía intensamente a metamorfosis y no quise mirar más, pero tomé nota.

Tan solo me restaba mirar al pueblo. Respiré profundamente hasta atrapar con el aire el aroma exacto de todas aquellas impresiones. Cerré los ojos un instante.


sábado, 11 de abril de 2020

INSTINCIÓN




Foto: Miguel Ángel González Carrillo




Contra todo pronóstico, hoy también ha salido el sol. El aire promete limpios y acrobáticos vuelos de aves que casi nunca conozco (soy hombre de ciudad). En las puertas de las tiendas, las vecinas y vecinos de Instinción guardan cola y distancia de seguridad, custodiando celosamente la venerable costumbre de una conversación matinal, a través de mascarillas. Parece que todo sigue igual.

Y sin embargo, todo ha cambiado. En estos días de confinamiento el sol ha sido esquivo. La lluvia, extrañamente generosa, ha regado los árboles que plantamos durante el último invierno. Álamos, madroños, encinas, algarrobos, acebuches, etc. están enraizando, como yo, en un suelo tibio y mineral.

La carretera conduce a ninguna parte. Creo que adolece de una cierta somnolencia. Los parques reclaman sin fortuna las risas de unos niños que vuelan cometas desde los terrados de algunas casas.

No importa el día de la semana. Los números del calendario juegan insolentes a confundirnos. El claxon del pescadero proclama su soberanía indiscutible entre las calles. Mi gata Dorotea busca el calor en las ventanas y encuentra sobresaltos intermitentes; claros y nubes, aves y vuelos.

En este instante me viene a la memoria la pregunta que, a poco de instalarnos en este extraordinario enclave de la Alpujarra, me hizo mi joven amigo Mateo: ¿Y si Instinción fuera una extinción? La lógica infantil desafía cualquier paradigma, cualquier tribulación. Pero la respuesta para alguien como yo, enamorado de un futuro iniciático, reversible y poético, no podía ser otra: ¿Y si fuera todo lo contrario?

Todo ha cambiado, sí, habrá que reinventarse. Nada que no hayan vivido ya estos pueblos, que llevan una centuria viendo morir viejos mundos, con sus costumbres, sus paisajes, sus gentes. Aquí hace ya tiempo que nada es igual y, sin embargo, la vida se empecina en seguir adelante.

Quizá esta capacidad de resistir nos sirva ahora de inspiración. Quizá la forma de reinventarse está naciendo lejos de las ciudades, de las universidades, de los polígonos industriales, de los centros logísticos, de las grandes fortunas, de las redes electrosociales, de la extravagancia de lo exótico, de la indolencia de los desheredados.

¿Y si Instinción fuera lo contrario?…