Foto: Miguel Ángel González Carrillo
Lo
más sensato para situarse era trazar un mapa del territorio. Hay
mapas de todo tipo, pero todos ellos indican, invariablemente, lo que
se puede observar y una suerte de escalas que determinan la relación
entre todos los elementos observados.
Sin
dilación, traté de reconocer todo lo que era relevante en el pueblo
y su entorno, buscando meridianos y paralelos, curvas de nivel,
caminos, edificaciones singulares, ríos, bosques, en fin, todo
aquello que admitía la lógica del papel y el lápiz, pero aquí
comenzó el problema.
El
cielo no cabía en el mapa, la lluvia no cabía en el mapa, el sol no
cabía en el mapa, los pájaros tampoco, ni las nubes, ni las
conversaciones, ni los ladridos, ni la melancolía, ni la
complicidad. Demasiadas ausencias. Tenía que aprender a observar de
verdad y tenía que conseguir un método más preciso para
representar el territorio.
Así
lo hice. Miré al cielo de día. En mañanas claras, os lo aseguro,
el azul era imposible. Tomé nota. Si amenazaba lluvia, todo a mi
alrededor miraba hacia las nubes conmigo. En horas próvidas, las
aves celebraban delicadas ceremonias apasionadamente.
Miré
al cielo de noche. Las estrellas hablaban el lenguaje de los mercados
ancestrales, en un ir y venir frenético y contagioso. Si amenazaba
luna, todo a mi alrededor miraba hacia el universo conmigo. Tomé
nota.
Miré
las más altas montañas. Crecían y crecían ante mí hasta hacerme
insignificante. Unas se ruborizaban al saberse observadas y
arrastraban lienzos de nubes hasta esconder su cara. Otras yacían al
sol exudando una blanca sopa de frío, insípido y puro que se
precipitaba hacia nosotros. Tomé nota.
Miré
los bosques. Al amanecer respiraban excitados la brisa lejana para
beberse de un trago el mar, los peces, la sal, la espuma. Al
atardecer espiraban almas y criaturas, arcanos sonidos, lenguas
cúbicas de hojas muertas. Pero tomé nota.
Miré
al valle. El verde configuraba el tiempo a su antojo, tejiendo
avenidas, confluencias, surgencias, gorjeos, floraciones, zumbidos,
crepitaciones, chapoteos. Tomé cumplida nota.
Miré
al suelo. Todas las esperanzas estaban enredadas en una furiosa
tormenta de raíces y rizomas, mientras alguien subastaba sin pudor
los pasos de todas las especies. Tuve miedo. La tierra olía
intensamente a metamorfosis y no quise mirar más, pero tomé nota.
Tan
solo me restaba mirar al pueblo. Respiré profundamente hasta atrapar
con el aire el aroma exacto de todas aquellas impresiones. Cerré
los ojos un instante.