sábado, 21 de noviembre de 2020

EL LABERINTO DE DOROTEA

 

Fotografía del autor

Llegados a este punto, amigos, que cada cual se encomiende al oráculo que crea más oportuno. De nada sirve pensar que ya navegábamos en una modernidad líquida. La inestabilidad, la confusión, el sometimiento, la opulente sobrexplotación formaban parte de nuestras vidas antes de esta pandemia médica y mediática.

La verdad es que cada día estoy más convencido de que todo esto tiene un tufo insoportable a problema mal planteado. Y si hemos de hacer caso a la antigua tradición brahmánica o al propio Buddha, a un problema mal planteado se responde con el silencio. ¿Qué hago, pues? ¿Cierro aquí mi aventura pseudoepistolar? ¿Buscamos las preguntas oportunas?

Cuando no tengo muy claro qué hacer, exploro respuestas en el orden natural, en el Li de mi amado Tao. No es cuestión de tentar la calidad adivinatoria del I Ching cuando eres un pobre lego, como yo. Así que me agarro a lo más cercano que encuentro: una madeja de lana del cajón y la sacerdotisa predilecta de mi templo doméstico, mi gata Dorotea.

Sobre el altar alfombrado, Dorotea descompone impetuosamente el complejo planeta/ovillo de la realidad. Son largos minutos de excitación y juego tras los cuales el resultado es un enrevesado mensaje de hilillos que conducen al caos más absoluto.

Yo observo y guardo silencio. Con impostada prestancia busco la pregunta adecuada en todo ese mar de órbitas, contrapuntos y armonías mientras mi sacerdotisa hace tiempo que se ha enroscado en el sillón para hacer otra siesta. Por cierto, siempre he pensado que la respiración de los gatos debería ser motivo de alguna tesis doctoral en traumatología, por no hablar del despertar, con sus largos y generosos estiramientos.

Pero, ¿qué demonio de pregunta tengo que buscar yo ahora? Los caminos de mi señora son realmente inescrutables.

Veamos, recapitulemos. Todo confinamiento tiene algo de iniciático. Aprender a vivir de nuevo no resulta fácil. Cada día vamos quebrantando algún código cotidiano, con la molesta incomodidad de no saber si el suelo que pisamos es seguro. Mas deberíais saber que, en efecto, no es seguro. Los hilos terminan conduciendo ineludiblemente a nudos. A estas alturas he atravesado cada uno de ellos, he cambiado de trayectoria para escapar de los bloqueos, pero siempre acabo dedicando más tiempo a deshacer nudos que a transitar por un camino despejado. Y aquí, por fin, se halla la pregunta que buscaba. ¿Qué es más importante, el camino o la estancia?

Es entonces cuando comprendo que los nudos son, en realidad, nodos, coyunturas de encuentro que necesitan reposo y concentración. Y es lo que viene a significar el lugar en el que me encuentro: Instinción, conocida en el período de Al-Andalus como Estançihum, probablemente del latín stantia. ¿Por qué no?

Aunque creo, después de tanto esoterismo trasnochado y divagación, que es mucho mejor que siga guardando silencio mientras Dorotea duerme el sueño de los justos. Porque hoy se lo ha ganado a conciencia.


miércoles, 11 de noviembre de 2020

DESTILAR EL ORIGEN

 


Fotografía Cerveza Nevada

Los recuerdos de la infancia son una guía inexacta y conmovedora del camino del descubrimiento. Tienen el sabor inconfundible de la primera vez y nos acompañan toda nuestra vida para recordarnos cómo se creaba el mundo ante nosotros. Aquí unas risas con un hermano, allá un llanto amargo en soledad, arriba una estrella coronando el parque de la estación en una noche fría y húmeda, abajo los restos de un amigo devorado por la muerte en un accidente insólito, en todas partes el humo del cigarro siempre encendido de un padre solemne y la solemnidad siempre oculta del orden inmanente de una madre. Es así de fácil.

Un tanto más difícil es tener una experiencia semejante a una edad más avanzada. Para eso quizás se inventó el arte, para combinar la inocencia del imprudente espectador con una retrospección emocional y sensorial, que en mi caso sucede de manera recurrente con la endiablada música.

Así que ahora he de hablaros de un programa de radio, hace treinta y tantos años, que se llamaba La escalera mecánica y de cómo una noche de “desprogramación” tras seis horas ininterrumpidas juramentados en los estudios de Radio Nacional, aparecimos en el Club Meca. Y de cómo hay cosas para las que no estamos preparados, como por ejemplo, que aquella noche sonara la voz de Meredith Monk, que Pepe hubiera pinchado en el tocadiscos Dolmen Music.

Ha pasado mucho tiempo y todavía me estremezco cuando lo escucho. Puedo sentir claramente que se abre la senda del descubrimiento, puedo regresar al tiempo y al espacio exacto en el que el mundo quiso crearse ante mí una vez más, de aquel modo primigenio, tosco, atávico y hermoso.

Y quiere la voluntad del destino que vuelva a encontrarme con Pepe aquí, en el valle, donde el destino de su voluntad levanta un nuevo templo de emociones junto a su inseparable Concha. Con el mismo atrevimiento de aquellos años, con la misma perseverancia, la misma serenidad me ofrece una nueva puerta abierta desde donde observar cómo se crea el mundo ante mí.

Abre complaciente una de sus cervezas, bebo, retengo un gusto desconocido por un instante… hasta soltarse en mi memoria, desbocada, la discreta resonancia de Travelling, como una conspiración con un sabor primigenio, tosco, con una voz atávica, pero hermosa, que viene de muy adentro.


domingo, 1 de noviembre de 2020

ENTRE CLAVELES

 

Una fachada es como un libro abierto. En mis paseos por las calles de Instinción, debidamente acreditado ante la autoridad con mi difusa identidad de poeta, leo arquitecturas diversas con múltiples historias que contar.

Las hay que se muestran deshabitadas de espíritu, sumidas en un abandono irreversible; otras en cambio son como la fotografía de una gran fiesta de la desmesura que tan solo se muestra en todo su esplendor un par de veces al año; adoro, en cambio, las que describen un discreto savoir faire de blanco sublime, que se reconocen deudoras de una identidad milenaria; pero, la verdad, prefiero aquellas que se brindan a la exuberancia y la promiscuidad de todo tipo de inflorescencias. Lo reconozco, es la debilidad de quien añora texturas de otras latitudes.

Por eso, cada vez que paso por delante del hogar de David y José Blas me embarga una inequívoca sensación de gratitud y, por qué no decirlo, el recuerdo de esas deliciosas veladas compartiendo mesa y risas por el módico precio de una amistad. Debe de ser, sin duda, el intenso aroma a fertilidad de las hiedras, las buganvillas, los hibiscus, lo que despierta en mí una cierta melancolía de paraíso perdido.

Todo hogar que se precie está en permanente transformación, respira, se complace en la sobremesa, invoca impaciente el deambular de sus criaturas, tiembla ante las injerencias del vecindario, sufre las inclemencias del tiempo, adapta sus costuras hasta hacer confortable la huida hacia adentro.

Desde aquí veo platos, telas, gatos, pájaros, plantas, pequeños detalles de decoración, triviales disputas cotidianas, nuevos planes de reforma, ilusiones, fatigas, momentos de fragilidad, metafísica oriunda, reencuentros hilvanados, un clavel en el jarrón. Es la vida, amigos. Garban y Trufa saltan del sofá a la alfombra y de allí a la estufa. Ronronean mientras se escucha abajo la máquina de coser con el cadencioso ritmo de una súplica, de una letanía. Aunque ellas, las manos que destejen el silencio, tienen la extraña virtud de convertir en realidad casi todos los deseos.

Habrá que convenir, tal vez, que no hay otro secreto sino amar perdidamente los entresijos más elementales y vulnerables de la vida; así se bordan los milagros.

Veo la sonrisa de una novia, el cabello recogido, flecos, volantes, talle ajustado, nervios, la complicidad de un espejo... y por fin, el final de una jornada, el descanso a media luz, entregarse al calor de la noche o de unas manos que acarician en la noche.

Y colorín, colorado, de claveles la casa se ha llenado.