domingo, 1 de noviembre de 2020

ENTRE CLAVELES

 

Una fachada es como un libro abierto. En mis paseos por las calles de Instinción, debidamente acreditado ante la autoridad con mi difusa identidad de poeta, leo arquitecturas diversas con múltiples historias que contar.

Las hay que se muestran deshabitadas de espíritu, sumidas en un abandono irreversible; otras en cambio son como la fotografía de una gran fiesta de la desmesura que tan solo se muestra en todo su esplendor un par de veces al año; adoro, en cambio, las que describen un discreto savoir faire de blanco sublime, que se reconocen deudoras de una identidad milenaria; pero, la verdad, prefiero aquellas que se brindan a la exuberancia y la promiscuidad de todo tipo de inflorescencias. Lo reconozco, es la debilidad de quien añora texturas de otras latitudes.

Por eso, cada vez que paso por delante del hogar de David y José Blas me embarga una inequívoca sensación de gratitud y, por qué no decirlo, el recuerdo de esas deliciosas veladas compartiendo mesa y risas por el módico precio de una amistad. Debe de ser, sin duda, el intenso aroma a fertilidad de las hiedras, las buganvillas, los hibiscus, lo que despierta en mí una cierta melancolía de paraíso perdido.

Todo hogar que se precie está en permanente transformación, respira, se complace en la sobremesa, invoca impaciente el deambular de sus criaturas, tiembla ante las injerencias del vecindario, sufre las inclemencias del tiempo, adapta sus costuras hasta hacer confortable la huida hacia adentro.

Desde aquí veo platos, telas, gatos, pájaros, plantas, pequeños detalles de decoración, triviales disputas cotidianas, nuevos planes de reforma, ilusiones, fatigas, momentos de fragilidad, metafísica oriunda, reencuentros hilvanados, un clavel en el jarrón. Es la vida, amigos. Garban y Trufa saltan del sofá a la alfombra y de allí a la estufa. Ronronean mientras se escucha abajo la máquina de coser con el cadencioso ritmo de una súplica, de una letanía. Aunque ellas, las manos que destejen el silencio, tienen la extraña virtud de convertir en realidad casi todos los deseos.

Habrá que convenir, tal vez, que no hay otro secreto sino amar perdidamente los entresijos más elementales y vulnerables de la vida; así se bordan los milagros.

Veo la sonrisa de una novia, el cabello recogido, flecos, volantes, talle ajustado, nervios, la complicidad de un espejo... y por fin, el final de una jornada, el descanso a media luz, entregarse al calor de la noche o de unas manos que acarician en la noche.

Y colorín, colorado, de claveles la casa se ha llenado.