domingo, 21 de junio de 2020

EL CENSO


Fotografía: José Luis Campos

Aunque el tiempo haya jugado caprichosamente con todos los indicios, con la integridad de mis convicciones más íntimas, con el orden de todos los factores, aunque hayan pasado demasiadas lunas desde aquel suceso, hay elementos que no regresan y elementos que no dejan de alterar y redimensionarse. Sumariamente, es sabido, unos recuerdos van desmigajándose con extraordinaria exactitud y otros permanecen sólidos con la irreversible consigna de mutar, crecer y multiplicarse.

En consecuencia, por más que lo he intentado, no recuerdo, por ejemplo, ni uno solo de los pasos que di volviendo hacia el pueblo. Y aunque la reverberación del tañido de las campanas hurga obsesivamente en mi memoria, no alcanza a establecer nodos seguros para devolverme el instante, ni las conjeturas que me acompañaran en aquella circunstancia. Y bien seguro es que las hubo. Tan seguro como que se han instalado en mi conciencia sin saberlo, que debí de establecer un protocolo detallado de interpretación de todo lo acontecido, pero no lo recuerdo.

En cambio, la memoria de los hechos que permanece, recupera secuencias, combina imputs imprecisos, reinterpreta escenas, de modo que el discurso de la encina sigue hablando dentro de mí con palabras nuevas, con imágenes nuevas. En consecuencia, a estas alturas no tengo muy claro cuándo habla la encina y cuándo mi propia conciencia.

Ciertamente pensé que jamás volvería a encontrar al pastor de lobos. Incluso me llegó a perturbar el no llegar a comprender el significado real de su presencia en aquel momento. Pero las piezas comenzaron a encajar.

Lo extraordinario conduce al conocimiento. Y los servidores del conocimiento comienzan inventariando de manera escrupulosa la realidad. Hace demasiado tiempo ya que los humanos tomamos decisiones dramáticas sobre unas premisas y unas expectativas erróneas, pensando que solo contamos nosotros, que podemos decidir el destino de todo lo que nos rodea. El censo está equivocado. El censo debe incluir todas y cada una de las manifestaciones de la vida. Ninguna decisión debe tomarse al margen de sus intereses.

Puede que ellas y ellos no lo sepan, pero algunos de nuestros vecinos han comenzado a reescribir el censo. Da igual que seas pastor de lobos, predicador de aves, alquimista de caminos, sanador de tierras, cultivadora de energías, coleccionista de olvidos o funambulista imaginario. Da igual que estés cerca de mí, en Instinción, o hayas elegido otro hogar, otro pueblo en el valle. Con ojos en todas partes y en todas las criaturas busco tu rastro. Yo te encontraré y hablaré de ti.

jueves, 11 de junio de 2020

LA TORMENTA



Fotografía: Miguel Ángel González Carrillo

  • Había olvidado lo fatigoso que es comunicarse a través del lenguaje humano. Creo que voy a descansar un poco. Se acerca una tormenta y debo concentrarme en otro tipo de comunicaciones.

La sabia y majestuosa encina ingresó en un estado de latencia profunda mientras el viento se detenía de manera premeditada, guardando silencio ante la poderosa concentración de energía que desbordaba el aire.

Yo estaba decepcionado y exhausto. Apenas comenzaba a vislumbrar un sentido en las palabras de la encina cuando de golpe, la conversación había cesado. No hacía más que darle vueltas y vueltas en mi cabeza a todo lo que había oído, hasta que llegué a un abatimiento agudo en el que no pude reprimir una última súplica.

  • ¡No me dejes así!

Nadie contestó aquel ruego, por supuesto. Atrapado en un silencio eléctrico, húmedo, en un calor súbito, sin ser dueño de mí, finalmente tronó la noche con un severo estrépito que me sobresaltó de manera irreversible y me despertó del sueño.

Porque sí, estaba dormido. Mi encuentro con la encina había sido producto de la química onírica. Inquieto, sudoroso, trataba de recomponerme mientras buscaba refugio para soportar la lluvia que había comenzado a arreciar sin contemplaciones. La lluvia venía de poniente, de la Sierra, así que busqué en el muro de levante y bajo el exiguo voladizo del tejado un espacio resguardado.

Miré hacia la encina. La nube de agua creaba un paisaje irreal, en tanto que el día comenzaba a clarear.

No recuerdo exactamente si fue en ese momento cuando me pareció ver un pastor, acarreando su morral, su cayado y sus andares prestos acercándose a la encina. Cuando se hallaba junto a ella, cuando esperaba yo que detrás de él apareciera un rebaño de ungulados benefactores, vi llegar a tres de sus depredadores más fieros: ¡tres lobos!

Los cánidos olisqueaban, jadeaban, miraban fijamente a su pastor, atentos a sus movimientos, a sus instrucciones, daban vueltas a la encina bajo el diluvio con evidente alteración.

Confieso que tuve miedo, pero no dio tiempo a mucho más. Con paso firme, en dos o tres saltos, el pastor desapareció rumbo al pueblo y los lobos le siguieron raudos y feroces.

Me quedé temblando; de frío, de miedo, de incredulidad, de emoción. Llovía y llovía, como si estuviera naciendo la lluvia, como si fuese la primera vez de todo. Y supe que allí había encontrado algo extraordinario.

Probablemente lo ordinario sea útil, sea incluso imprescindible para vivir cuando nuestro mundo se muestra en equilibrio. Necesitamos saber dónde encontrar cada cosa, a cada cual, o qué esperar de la vida. Pero en estos tiempos en que el desequilibrio anuncia mutaciones repentinas y traumáticas, no es suficiente con lo ordinario. El mensaje estaba por fin claro.

Salí del cobijo de aquel muro, me arrodillé en tierra, hundí los dedos en el barro para tratar de escuchar la comunión de las raíces con el cielo, sentí la descarga de cientos de miles de voltios en la cercanía. Lo supe con total certidumbre. Hay que buscar lo extraordinario.

lunes, 1 de junio de 2020

ARRIBA Y ABAJO


Fotografía: José Antonio López Salvador


  • Tendrás frío en ese lado del muro

Acababa de acurrucarme en la fachada de levante de la gran casa forestal cuando escuché la voz que me prevenía, con no poco sobresalto por mi parte, ya que estaba convencido de que allí no había nadie más que yo.

Me levanté, di dos vueltas y media a la casa y no vi a nadie. Después de unos minutos, que parecieron horas, aguzando el oído en busca de ruido de pasos o de crepitar de ramas que delataran la presencia de alguien, un golpe de viento acabó por instalar el pánico entre mis temblorosos huesos. Me replegué al saco de dormir, pero no pude reprimir lanzar una pregunta al aire, como un bote salvavidas…

  • ¿Hay alguien ahí?

El silencio me quemaba la piel. Estaba a punto de salir corriendo sin saber muy bien hacia dónde.

  • Creo que eres tú quien me venía buscando.
  • ¿Eres la encina?
  • Soy
  • Vaya susto me has dado. Estoy temblando.
  • Espero que tengas alguna pregunta más después de tomarte tantas molestias.
  • Sí, claro. Es que estoy un poco espeso por lo inesperado. Bueno, en realidad vengo por indicación de mi pueblo. Me dijo que debía presentarme ante la autoridad del lugar. Y me dijo que me encomendarías una misión.
  • Creo que te ha tomado el pelo.
  • ¿Por qué?
  • Aquí no hay ninguna autoridad, y menos alguien que imponga misiones. Sería de una prepotencia intolerable. Eso solo es propio de homínidos.
  • No entiendo
  • Cada ser vivo cumple su función en el orden natural. Ninguno tiene que plantearse para qué o por qué vive, solo vosotros. No parece ser una ventaja.
  • Entonces, ¿no vas a contestar a mis preguntas?
  • Yo no he dicho eso. Tengo tan pocas ocasiones de confraternizar con alguien que jamás evito una buena conversación; me costó más de cien años aprender vuestro lenguaje. La cuestión es qué vienes buscando tú realmente.
  • Yo, no sé, creo que he venido a buscar algo de paz en este entorno. Ya sabes, conexión con la naturaleza, conmigo mismo, relaciones más humanas, silencio, tal vez.
  • ¿Y qué puedo hacer yo por ti?
  • No conozco a nadie todavía. Me gustaría saber quién puede guiarme en esta aventura, dónde está mi propio sitio, cómo puedo aprender a aprender de nuevo. ¿Cómo lo haces tú?
  • Sería muy útil que pudieras echar raíces, como yo. La mitad de mi ser pertenece a la tierra y la otra mitad al cielo. De esa forma, cuando tierra y cielo hablan, lo hacen a través de nosotros. Así tenemos noticia de lo que va a suceder antes de que acontezca. Y sería también muy útil que tu cerebro estuviera en la parte de tierra, como el nuestro, porque así vuestra relación con la madre no sería tan tóxica. Has de saber que nosotros vivimos en el mundo considerando que nuestra cabeza son las raíces y nuestros pies las ramas y las hojas. Y vemos con estupefacción cómo vivís todo a la inversa. Así no es posible que entendáis nada de nada.

Estas palabras me dejaron en estado de asombro. Nunca lo hubiera imaginado: la tierra arriba, el cielo abajo. Las estrellas a sus pies, el pensamiento al abrigo de las rocas y de la materia orgánica. Todo se veía de un modo diferente.