Fotografía: Miguel Ángel González Carrillo
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Había olvidado lo fatigoso que es comunicarse a través del lenguaje humano. Creo que voy a descansar un poco. Se acerca una tormenta y debo concentrarme en otro tipo de comunicaciones.
La
sabia y majestuosa encina ingresó en un estado de latencia profunda
mientras el viento se detenía de manera premeditada, guardando
silencio ante la poderosa concentración de energía que desbordaba
el aire.
Yo
estaba decepcionado y exhausto. Apenas comenzaba a vislumbrar un
sentido en las palabras de la encina cuando de golpe, la conversación
había cesado. No hacía más que darle vueltas y vueltas en mi
cabeza a todo lo que había oído, hasta que llegué a un abatimiento
agudo en el que no pude reprimir una última súplica.
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¡No me dejes así!
Nadie
contestó aquel ruego, por supuesto. Atrapado en un silencio
eléctrico, húmedo, en un calor súbito, sin ser dueño de mí,
finalmente tronó la noche con un severo estrépito que me sobresaltó
de manera irreversible y me despertó del sueño.
Porque
sí, estaba dormido. Mi encuentro con la encina había sido producto
de la química onírica. Inquieto, sudoroso, trataba de recomponerme
mientras buscaba refugio para soportar la lluvia que había comenzado
a arreciar sin contemplaciones. La lluvia venía de poniente, de la
Sierra, así que busqué en el muro de levante y bajo el exiguo
voladizo del tejado un espacio resguardado.
Miré
hacia la encina. La nube de agua creaba un paisaje irreal, en tanto
que el día comenzaba a clarear.
No
recuerdo exactamente si fue en ese momento cuando me pareció ver un
pastor, acarreando su morral, su cayado y sus andares prestos
acercándose a la encina. Cuando se hallaba junto a ella, cuando
esperaba yo que detrás de él apareciera un rebaño de ungulados
benefactores, vi llegar a tres de sus depredadores más fieros: ¡tres
lobos!
Los
cánidos olisqueaban, jadeaban, miraban fijamente a su pastor,
atentos a sus movimientos, a sus instrucciones, daban vueltas a la
encina bajo el diluvio con evidente alteración.
Confieso
que tuve miedo, pero no dio tiempo a mucho más. Con paso firme, en
dos o tres saltos, el pastor desapareció rumbo al pueblo y los lobos
le siguieron raudos y feroces.
Me
quedé temblando; de frío, de miedo, de incredulidad, de emoción.
Llovía y llovía, como si estuviera naciendo la lluvia, como si
fuese la primera vez de todo. Y supe que allí había encontrado algo
extraordinario.
Probablemente
lo ordinario sea útil, sea incluso imprescindible para vivir cuando
nuestro mundo se muestra en equilibrio. Necesitamos saber dónde
encontrar cada cosa, a cada cual, o qué esperar de la vida. Pero
en estos tiempos en que el desequilibrio anuncia mutaciones
repentinas y traumáticas, no es suficiente con lo ordinario. El
mensaje estaba por fin claro.
Salí
del cobijo de aquel muro, me arrodillé en tierra, hundí los dedos
en el barro para tratar de escuchar la comunión de las raíces con
el cielo, sentí la descarga de cientos de miles de voltios en la
cercanía. Lo supe con total certidumbre. Hay que buscar lo
extraordinario.