jueves, 11 de junio de 2020

LA TORMENTA



Fotografía: Miguel Ángel González Carrillo

  • Había olvidado lo fatigoso que es comunicarse a través del lenguaje humano. Creo que voy a descansar un poco. Se acerca una tormenta y debo concentrarme en otro tipo de comunicaciones.

La sabia y majestuosa encina ingresó en un estado de latencia profunda mientras el viento se detenía de manera premeditada, guardando silencio ante la poderosa concentración de energía que desbordaba el aire.

Yo estaba decepcionado y exhausto. Apenas comenzaba a vislumbrar un sentido en las palabras de la encina cuando de golpe, la conversación había cesado. No hacía más que darle vueltas y vueltas en mi cabeza a todo lo que había oído, hasta que llegué a un abatimiento agudo en el que no pude reprimir una última súplica.

  • ¡No me dejes así!

Nadie contestó aquel ruego, por supuesto. Atrapado en un silencio eléctrico, húmedo, en un calor súbito, sin ser dueño de mí, finalmente tronó la noche con un severo estrépito que me sobresaltó de manera irreversible y me despertó del sueño.

Porque sí, estaba dormido. Mi encuentro con la encina había sido producto de la química onírica. Inquieto, sudoroso, trataba de recomponerme mientras buscaba refugio para soportar la lluvia que había comenzado a arreciar sin contemplaciones. La lluvia venía de poniente, de la Sierra, así que busqué en el muro de levante y bajo el exiguo voladizo del tejado un espacio resguardado.

Miré hacia la encina. La nube de agua creaba un paisaje irreal, en tanto que el día comenzaba a clarear.

No recuerdo exactamente si fue en ese momento cuando me pareció ver un pastor, acarreando su morral, su cayado y sus andares prestos acercándose a la encina. Cuando se hallaba junto a ella, cuando esperaba yo que detrás de él apareciera un rebaño de ungulados benefactores, vi llegar a tres de sus depredadores más fieros: ¡tres lobos!

Los cánidos olisqueaban, jadeaban, miraban fijamente a su pastor, atentos a sus movimientos, a sus instrucciones, daban vueltas a la encina bajo el diluvio con evidente alteración.

Confieso que tuve miedo, pero no dio tiempo a mucho más. Con paso firme, en dos o tres saltos, el pastor desapareció rumbo al pueblo y los lobos le siguieron raudos y feroces.

Me quedé temblando; de frío, de miedo, de incredulidad, de emoción. Llovía y llovía, como si estuviera naciendo la lluvia, como si fuese la primera vez de todo. Y supe que allí había encontrado algo extraordinario.

Probablemente lo ordinario sea útil, sea incluso imprescindible para vivir cuando nuestro mundo se muestra en equilibrio. Necesitamos saber dónde encontrar cada cosa, a cada cual, o qué esperar de la vida. Pero en estos tiempos en que el desequilibrio anuncia mutaciones repentinas y traumáticas, no es suficiente con lo ordinario. El mensaje estaba por fin claro.

Salí del cobijo de aquel muro, me arrodillé en tierra, hundí los dedos en el barro para tratar de escuchar la comunión de las raíces con el cielo, sentí la descarga de cientos de miles de voltios en la cercanía. Lo supe con total certidumbre. Hay que buscar lo extraordinario.