domingo, 21 de marzo de 2021

POEMAR

 

Fotografía: Pilar Barrachina

Como el agua, las palabras lavan todo lo que tocan. Fluyen, confluyen, yacen en remanso, se pudren, se evaporan, se precipitan, se depuran, o desaparecen configurando un paisaje aparentemente estéril. Hacen bien y hacen mal.

No hay oficio más delicado que el de zahorí de palabras. Sin horquilla, ni péndulo, con una simple hoja de papel en blanco y bajo una nube de partículas sinápticas jugando a recrear tormentas de significantes, se enfrenta al silencio. Puede que sienta miedo, el mismo miedo de quien observa desde una cuenca desértica la amenaza de un cumulonimbus a punto de reventar en la cabecera de la montaña. De todos los zahoríes de palabras el más significado es el poeta. Y de todos los silencios, el más profundo es el que antecede a una tormenta; quiero decir a un poema.

He aquí el verdadero oficio de poeta: construir un bancal fecundo para las ideas, las sensaciones, las percepciones, las intuiciones. Piedra a piedra, palabra a palabra, combina sus diferentes geometrías levantando un muro con fonemas sin labrar, con ripios, un orgulloso balate para sustento de esa fertilidad. Y solamente el lector puede cultivar en el bancal.

Aunque el agua más impoluta haya acabado lavando la podredumbre del mundo, aunque haya quedado estancada en un sumidero putrefacto, su destino es ser conducida siempre a un nuevo ciclo de purificación. Aunque las palabras más inocentes hayan acabado desnaturalizando su significado en boca de las más retorcidas voluntades, su destino es ser conducidas siempre a un nuevo ciclo de purificación.

Sobre la hoja en silencio se va precipitando un leve chubasco, negro sobre blanco, hasta constituir un caudal incipiente.

El agua recorre la historia y baña tozudamente una vez y otra a todas y cada una de las generaciones que habitan el planeta. No pertenece a ninguna. Es un tesoro compartido, un hilo conductor. En esta agua que hoy me baño, pudo bañarse, por qué no, Aristocles, en su Academia.

Las palabras asimismo recorren todo tiempo y refrescan el imaginario de cada generación que habita el planeta. No pertenecen a ninguna. Es un tesoro compartido, un hilo conductor. Estas palabras que hoy me bañan pudieron bañar antaño a Melibea o a Sempronio, por qué no.

Cuando el caudal desemboca en el mar, todo lo que creemos ser queda por fin en él contenido. Hasta que una niña abre en la arena un hoyo, coge el cubo y se acerca a la orilla para llenarlo. Mientras compone una frase imperfecta para pedirle a su madre que le ayude, y su madre, en lugar de corregir su error gramatical, sonríe, se acerca junto a ella y respira por un momento el aroma a sal, a infancia, comprendiendo que no hay un modo mejor ni más certero de comunicarse, mientras las palabras se filtran entre la arena, como el agua.


jueves, 11 de marzo de 2021

ELLAS

 



Fotografía del autor

Desde Instinción se puede hablar con autoridad de la mujer, porque la identidad de este pueblo es rotundamente ying -Yingstinción-. Es agradable sentir esa energía y permitirle recargar, por ejemplo, este maltrecho almacén de huesos y ansiedades que me sustenta. Y nada mejor que un día de lluvia para contravenir las prisas, moderar los excesos, calcular las porciones, amasar contingencias, adorar la ubicuidad, reconvenir a indolentes.

No es necesario buscar la verdad en un día así, os lo aseguro, porque se aspira delicadamente con el aroma a tierra mojada. Y la tierra mojada desprende, a su vez, ese irresistible perfume de fertilidad que define perfectamente el camino a seguir para cualquier hombre de fe: amar, adorar a la madre, contribuir con ella a mantener en perfecto estado de revista el hogar que compartimos.

Y en este amplio y generoso hogar que compartimos todos los habitantes del valle, si os fijáis con un poco de detalle, hallaréis todos los ingredientes precisos para devolverle la vida que tuvo y que ha de regresar: trapos al sol, flores en las ventanas, pan recién cocido, acequias bulliciosas, polinizadores revoloteando, aves entre nidos y ramas, sudor en las camisas, escuelas abiertas, fuentes y más fuentes…

Todo es un engranaje hermosamente imperfecto, capaz de restañar sus propias heridas, capaz de cultivar todo tipo de combinaciones sin involucionar, con laboriosas células que trabajan por su bienestar día y noche.

Sí, todavía es posible reconstituir la vida en este concierto de pueblos perdidos entre una tradición que declina y una modernidad que empuja con rabia. Es posible, sí, pero solo si contravenimos con elegancia las prisas, moderamos con precisión los excesos, calculamos con entrega las porciones, amasamos infatigables las contingencias, adoramos complacientes la ubicuidad, reconvenimos desde la serenidad a indolentes.

Puede que haya muchos rincones por adecentar, pero para eso estamos, ¿no? Por fortuna nos acompañan células inagotables embebidas en una sopa de ilusión perpetua, contagiosa; mujeres como, por ejemplo, Ángeles, Isabel, Mercedes o María Salud, desde su baluarte en Laujar. Justo es ya que nos reconozcamos deudores y admiradores de ellas como de tantas otras. Palabra de hombre.


lunes, 1 de marzo de 2021

MENSAJE EN UNA BOTELLA

 

Fotografía del autor

Permitidme ser hoy un poco más secular, la causa lo merece...

No voy a engañaros: los libros son para mí un alimento imprescindible. He aprendido con ellos cosas que jamás imaginé, puedo sentir entre sus páginas el poder de crear mundos nuevos desde una cómoda butaca. Les debo seguramente más de lo que quiero reconocer, porque gracias a ellos he entablado relación con excepcionales autores más allá del tiempo y del espacio. Y no está de más recordar que entre ellos y yo hubo siempre un hilo, un fundamento que los condujo hasta mí, bien el capricho del mal llamado azar, bien una amable recomendación.

Amo las bibliotecas. Siento profunda admiración por quienes hacen posible su supervivencia, y remueven cada día cielo y tierra para mantener viva la llama de la curiosidad, del intercambio de ingenios. Y siento que en estos días en que las prioridades se han visto alteradas de una manera absolutamente dramática, muchos ciudadanos han llegado a considerar que las bibliotecas públicas no son algo imprescindible.

La realidad es que las cosas ya no eran fáciles en los últimos tiempos. Llegó internet y se hizo aparentemente innecesario un recurso presencial en el que se “almacena” cultura. Por un lado, los jóvenes comenzaron a acceder masivamente a contenidos a través de sus ordenadores, desde un pequeño y solitario habitáculo. Sus intercambios se realizan casi exclusivamente de un modo vicario. Sus comunidades desconocen todo aquello que no puede convertirse en bit. Por otro lado, los mayores habían creado ya sus vínculos en ámbitos a los que el libro les era ajeno: la partida de cartas, la tertulia bajo el sol del parque, la cola de la tienda. Y los adultos, finalmente, la población re-productiva… se encuentran en estos momentos en una situación de lucha por la supervivencia, con una precariedad que aumenta hasta un límite en el que, acabo de leer, dos de cada tres familias no llegan a final de mes.

Ahora soy yo el que se ocupa de nuestra biblioteca municipal, nuestra pequeña y honesta biblioteca. Y debo reconocer que la perspectiva no es halagüeña. Recursos limitados, años de decaimiento de usuarios, crisis sanitaria con cierres de actividad y severos condicionantes en el uso. Es para poner una medalla a las que todavía se acercan a su puerta.

Cuatro mil seiscientos volúmenes moran en sus anaqueles para un pueblo de cuatrocientos cincuenta habitantes. ¿Qué debemos, qué podemos hacer?

En estos momentos en que todo el mundo parece estar de acuerdo en que es necesario invertir más en la sanidad pública para cuidar de la salud, es llamativo que nadie se esté planteando qué pasa con la salud mental de los ciudadanos. ¿Sería osado considerar a las bibliotecas como hospitales del alma? Sí, así es, alguna vez pudieron ejercer la noble tarea de cauterizar las heridas de nuestro abatido espíritu, pero ya nadie lo recuerda.

Escáneres, resonancias, secuenciación de ADN, vacunas, tratamientos, TAC’s, analíticas, PCR’s, pruebas serológicas… Y nosotros en nuestro hospital de las almas con un ordenador y una impresora, con horario reducido, prohibición de acceder al interior o cierre perimetral. Es como luchar con espadas de madera contra ejércitos de androides. Menos mal que, al menos, funciona la calefacción y el aire acondicionado.

No quiero renunciar a cualquier herramienta que fortalezca mi labor. Redes sociales, redes neuronales, redes para pescar, redes sin cables, lo que sea para enredar a todo dios. Quiero luchar para que la biblioteca vuelva a ser el ágora, el templo, el oráculo, la botica, el taller.

Desde el colegio, hasta vuestros hogares, que cada uno considere este hospital de almas como una habitación más de su vida. Hacedle un hueco, es francamente reconfortante, incluso diría reconstituyente.

Porque todo puede cambiar. De hecho todo cambia cada día. Y es posible que alguno de esos cambios sea para mejorar. Es deseable que alguien trabaje por ello. Cuantos más, mejor.

Aquí tenéis un aprendiz de boticario, quiero decir bibliotecario dispuesto a defender un banco inagotable de talento, un botiquín provisto de soluciones para casi todo, un crepitar recurrente de fascinaciones, aquí tenéis la puerta abierta a todos los misterios y un ministerio de paciencia en carne y hueso dispuesto a compartirlo con vosotros.