lunes, 21 de diciembre de 2020

EL OTRO LADO

 

Fotografía: Jesús Martínez

En cierto modo yo debí de nacer la primera vez que reconocí mi imagen en un espejo, pero no lo recuerdo. Supongo que de una manera u otra, es algo que nos ocurre a todos.

Aunque no es del todo cierto, porque el primer espejo en el que te reconoces es el rostro de tus padres o de aquellos que ejercen la función de estos. Y a lo largo de la vida nuestras neuronas espejo siguen divirtiéndose con nosotros, y nos involucran en un caprichoso juego de imitaciones en el que la suerte la determina nuestro entorno.

En realidad, cuando nos enfrentamos a nuestro yo en el espejo no deja de ser algo desconocido, un ente paradójico al que no podemos imitar, que inevitablemente observamos con desconfianza, con desapego. Por si fuera poco, cuando empezamos a acostumbrarnos a su aspecto, a sus desafortunadas peculiares, llega un día en el que algo ha cambiado. Ya no somos el mismo, el tiempo ha dejado su marca de alguna manera irreversible en ese nuevo rostro que cuesta volver a reconocer.

Pero qué sería del mundo sin espejos. Da igual que hayas crecido en una manada de lobos. Siempre hay un espejo en el que reconocerse, aunque sea como lobo. Así es como yo soy tú. Y no hay verdad más cierta en nuestra vida, lo queramos o no.

Eso pensaba yo uno de estos días frente al espejo, cuando me di cuenta de lo que iba a significar para los niños de hoy no ver el rostro de los demás. Cuando sean mayores, seguramente no recordarán las mascarillas, la angustia de sus madres, los parques clausurados o el frío que tenían en clase. Recordarán vagamente un aroma, una canción, una caída accidentada o un beso, porque la retracción a la infancia tiene sus reglas. Seguramente habrán dejado atrás todo reducto de un viejo mundo analógico y hablarán de la pandemia como de una historia que hubieran podido leer en un libro. Pero estoy convencido de que tendrán una relación compleja con los espejos.

¿Qué podemos hacer por ellos? Somos el otro lado, somos el reflejo en el que construyen su propio rostro. Y solo podemos sonreír con la mirada. ¿Cómo podemos, con la mirada, comunicar  amor, serenidad, confianza, compromiso?

Y sin embargo, si yo soy tú, de alguna manera puedo elegir quién soy yo. Puedo buscar los rostros de las personas a las que deseo honrar, puedo buscar su ternura en la mirada. La mirada, por ejemplo, de mi vecino Juan, la mirada de Araceli, miradas de ancianos que han aprendido a decir todo lo que saben sin malgastar las palabras. Para construir por fin un rostro amable en el espejo, mi rostro. Para reconstruir la humanidad al otro lado, ahí donde otros buscarán su reflexión más o menos consistente, más o menos agraciada, en un juego de imitaciones en el que la suerte la determina tan solo nuestra voluntad. Tal vez para llegar a ser algo más, tal vez algo mejor.


viernes, 11 de diciembre de 2020

PAN-GEA

 

Fotografía: José Antonio López Salvador

Días fríos, días de viento, breves mañanas seguidas de tardes largamente sombrías. Días de estar metido en casa disfrutando del dolce far niente, delante del hogar, degustando algún dulce prohibido, con un taimado licor que se arrastra sigiloso hasta la mesa y se decanta en la copita de la vajilla de la abuela. Suena bien, ¿verdad? Pues no. Ahora los facultativos de la salud mental lo llaman a eso procrastinar. Qué espanto. Esta gente conseguirá de verdad que todo lo que nos rodea acabe atufando a síntoma de una patología. No quiero pensar qué puede ser del mundo de aquí a treinta años. Me atrevería incluso a decir que es un poco arriesgado permitirse ser optimista.

Ahora bien, si me fuera dado formular un deseo mientras me encontrara en situación de estar degustando ese dulce empapado en generoso licor, sé muy bien lo que pediría: riqueza, riqueza y más riqueza. Ya lo sé: no soy muy original. Este deseo el genio ya se lo sabe, y piensa “ya estamos, otro que pide lo mismo”. Pero este genio muy listo no es, ya os lo digo. Nunca se le ha ocurrido preguntar de qué clase de riqueza habla el afortunado. Y va y le inunda inopinadamente de monedas, joyas, piedras preciosas, palacios, acciones fiduciarias, fondos de capital riesgo, reservas petrolíferas o hectáreas y hectáreas de regadío con subvenciones de la PAC. Error.

Supongamos, por suponer, que tenemos hijos, que formulamos un deseo para que se cumpla dentro de treinta años, que desentierran una cápsula del tiempo del suelo de la plaza del pueblo y todas las cartas de los vecinos que les saludan desde el pasado les desean, por supuesto, lo mejor: riqueza. ¿Pero qué clase de riqueza?

Para empezar, la que difícilmente se compra ni se vende, la que no puede ser usurpada, la que crece cuanto más se comparte, la que hace feliz a quien menos necesita, a quien menos espera. Por ejemplo, por decir algo: kilos y kilos de sentido común.

Pero mucho más: inteligencia, capital humano sin riesgos; que es como decir una sociedad fuerte, exigente, corresponsable. Y mucho más: fertilidad a lo largo y ancho de todos los suelos que les rodeen, frondosidad de intensidad ingobernable y una aplastante masa de biodiversidad entre sus angosturas. Agua abundante, limpia, saludable, sagrada. Cielos de aire impoluto,  horizontes inveterados dibujando una nueva climatología estable. Universos repletos de dudas; dudas abarrotadas de universos. Integración en el orden natural. Ausencia de residuos contaminantes ni tóxicos. Desintegración de todo movimiento especulativo. Abolición de toda clase de sumisión; es decir, insumisión. Realidad no virtual, sino tangible. Reconocimiento y cultivo intensivo de los talentos.

En fin, para qué seguir. ¿Y mientras tanto qué?

Mientras tanto algunos adelantados no esperan que aparezca un genio y van poniendo su granito de arena para que nuestros hijos puedan disfrutar de todo eso. Mientras tanto amigos como Paco, Pilar, Antonio, en fin, todos los que se han juramentado en el Grupo Ecologista Andarax, con una inagotable generosidad nos regalan lo mejor de sí mismos cada día. Inasequibles al desaliento, a pesar de todo.

Y es, en definitiva, lo que os quería decir: eso y no otra cosa es riqueza. Tal vez por ello hoy, con mi copita de licor y mi otoño moderadamente confortable, me siento afortunado.


martes, 1 de diciembre de 2020

UN TEMPLO DE PAPEL

 

Fotografía: Javier Campos

Quiero pensar que en alguna de las vidas que me toque vivir me reencarnaré en árbol. Al menos, confío en que así sea.

No sé muy bien cuándo comenzará todo, porque si he de ser semilla quizá me sienta parte todavía del fruto o del árbol del que provenga. Lo que es seguro es que sentiré la incontenible excitación de germinar, de explotar toda mi potencia. Comenzaré brotando para buscar en la profundidad de la tierra el aliento de todos aquellos que amé y tuvieron que abandonarme en el pasado. Seguiré mi camino asomándome decididamente al aire, al sol, al sonido, a la lluvia.

Creceré vertiginosamente en los primeros meses en una carrera extenuante para consolidar mi fundamento, enraizando profusamente, para llegar a endurecer mi tierno tallo y generar la robustez leñosa que me permita sobrevivir al ataque de innumerables criaturas herbívoras en busca de sustento.

Aprenderé rápido a comunicarme a través del rizoma con otras raíces vecinas para establecer protocolos de ayuda mutua frente a todo tipo de amenazas. Extenderé poco a poco el volumen de mi masa vegetativa para atrapar energía y convertirla en sustancias mágicas que son el auténtico alimento de la vida.

Proporcionaré sombra a una infatigable diversidad de fauna bajo mi copa. Soportaré el hogar de miles, incluso de millones de aves a lo largo de mi vida.

Enfermaré, sanaré, sufriré los vientos, el fuego, los rayos quizás, quedarán cicatrices de todos estos episodios. Nacerán nuevos retoños junto a mí.

Crearé suelo fértil bajo mis hojas, daré cobijo y sustento a millones de hongos y bacterias, cumpliré tal vez treinta mil soles o cien mil, quién sabe.

Escucharé conversaciones en diferentes lenguas de diferentes culturas, en diferentes épocas.

Soñaré con lo que fui y también con lo que seré. Atravesaré por fin un largo horizonte de sucesos para dejar atrás el tiempo, para atrapar la memoria de un reducido espacio vacío entre siempre y nunca, ese momento que llamáis muerte.

Cuando aparentemente ya no albergue restos de vida, puede que alguien trace unas incisiones precisas entre mi tronco, amase convenientemente la celulosa que formaba parte de mi consistente porte y con ella imprima eso que llamáis libro. Tal vez las páginas de ese libro acaben por contener algo casi tan mágico como yo, sí, eso que llamáis ideas.

Y con algo de suerte ese libro puediere encontrar abrigo en un pequeño templo de papel de un pueblo cultivado y sonriente. ¿Para qué? Para descansar mientras espero pacientemente el día en que una lectora o un lector acaricien la página con sus dedos mientras descubren algo realmente extraordinario. Para sentirme al abrigo del gobierno de alguna bibliotecaria amiga, como María Dolores o Rosalía.

Y todos los árboles del entorno podrán decir sin pena y sin lugar a dudas: “Ya está cobijado”. Si he de ser feliz en mis últimos días, qué demonios, no habría de pedir menos.