viernes, 11 de diciembre de 2020

PAN-GEA

 

Fotografía: José Antonio López Salvador

Días fríos, días de viento, breves mañanas seguidas de tardes largamente sombrías. Días de estar metido en casa disfrutando del dolce far niente, delante del hogar, degustando algún dulce prohibido, con un taimado licor que se arrastra sigiloso hasta la mesa y se decanta en la copita de la vajilla de la abuela. Suena bien, ¿verdad? Pues no. Ahora los facultativos de la salud mental lo llaman a eso procrastinar. Qué espanto. Esta gente conseguirá de verdad que todo lo que nos rodea acabe atufando a síntoma de una patología. No quiero pensar qué puede ser del mundo de aquí a treinta años. Me atrevería incluso a decir que es un poco arriesgado permitirse ser optimista.

Ahora bien, si me fuera dado formular un deseo mientras me encontrara en situación de estar degustando ese dulce empapado en generoso licor, sé muy bien lo que pediría: riqueza, riqueza y más riqueza. Ya lo sé: no soy muy original. Este deseo el genio ya se lo sabe, y piensa “ya estamos, otro que pide lo mismo”. Pero este genio muy listo no es, ya os lo digo. Nunca se le ha ocurrido preguntar de qué clase de riqueza habla el afortunado. Y va y le inunda inopinadamente de monedas, joyas, piedras preciosas, palacios, acciones fiduciarias, fondos de capital riesgo, reservas petrolíferas o hectáreas y hectáreas de regadío con subvenciones de la PAC. Error.

Supongamos, por suponer, que tenemos hijos, que formulamos un deseo para que se cumpla dentro de treinta años, que desentierran una cápsula del tiempo del suelo de la plaza del pueblo y todas las cartas de los vecinos que les saludan desde el pasado les desean, por supuesto, lo mejor: riqueza. ¿Pero qué clase de riqueza?

Para empezar, la que difícilmente se compra ni se vende, la que no puede ser usurpada, la que crece cuanto más se comparte, la que hace feliz a quien menos necesita, a quien menos espera. Por ejemplo, por decir algo: kilos y kilos de sentido común.

Pero mucho más: inteligencia, capital humano sin riesgos; que es como decir una sociedad fuerte, exigente, corresponsable. Y mucho más: fertilidad a lo largo y ancho de todos los suelos que les rodeen, frondosidad de intensidad ingobernable y una aplastante masa de biodiversidad entre sus angosturas. Agua abundante, limpia, saludable, sagrada. Cielos de aire impoluto,  horizontes inveterados dibujando una nueva climatología estable. Universos repletos de dudas; dudas abarrotadas de universos. Integración en el orden natural. Ausencia de residuos contaminantes ni tóxicos. Desintegración de todo movimiento especulativo. Abolición de toda clase de sumisión; es decir, insumisión. Realidad no virtual, sino tangible. Reconocimiento y cultivo intensivo de los talentos.

En fin, para qué seguir. ¿Y mientras tanto qué?

Mientras tanto algunos adelantados no esperan que aparezca un genio y van poniendo su granito de arena para que nuestros hijos puedan disfrutar de todo eso. Mientras tanto amigos como Paco, Pilar, Antonio, en fin, todos los que se han juramentado en el Grupo Ecologista Andarax, con una inagotable generosidad nos regalan lo mejor de sí mismos cada día. Inasequibles al desaliento, a pesar de todo.

Y es, en definitiva, lo que os quería decir: eso y no otra cosa es riqueza. Tal vez por ello hoy, con mi copita de licor y mi otoño moderadamente confortable, me siento afortunado.