martes, 1 de diciembre de 2020

UN TEMPLO DE PAPEL

 

Fotografía: Javier Campos

Quiero pensar que en alguna de las vidas que me toque vivir me reencarnaré en árbol. Al menos, confío en que así sea.

No sé muy bien cuándo comenzará todo, porque si he de ser semilla quizá me sienta parte todavía del fruto o del árbol del que provenga. Lo que es seguro es que sentiré la incontenible excitación de germinar, de explotar toda mi potencia. Comenzaré brotando para buscar en la profundidad de la tierra el aliento de todos aquellos que amé y tuvieron que abandonarme en el pasado. Seguiré mi camino asomándome decididamente al aire, al sol, al sonido, a la lluvia.

Creceré vertiginosamente en los primeros meses en una carrera extenuante para consolidar mi fundamento, enraizando profusamente, para llegar a endurecer mi tierno tallo y generar la robustez leñosa que me permita sobrevivir al ataque de innumerables criaturas herbívoras en busca de sustento.

Aprenderé rápido a comunicarme a través del rizoma con otras raíces vecinas para establecer protocolos de ayuda mutua frente a todo tipo de amenazas. Extenderé poco a poco el volumen de mi masa vegetativa para atrapar energía y convertirla en sustancias mágicas que son el auténtico alimento de la vida.

Proporcionaré sombra a una infatigable diversidad de fauna bajo mi copa. Soportaré el hogar de miles, incluso de millones de aves a lo largo de mi vida.

Enfermaré, sanaré, sufriré los vientos, el fuego, los rayos quizás, quedarán cicatrices de todos estos episodios. Nacerán nuevos retoños junto a mí.

Crearé suelo fértil bajo mis hojas, daré cobijo y sustento a millones de hongos y bacterias, cumpliré tal vez treinta mil soles o cien mil, quién sabe.

Escucharé conversaciones en diferentes lenguas de diferentes culturas, en diferentes épocas.

Soñaré con lo que fui y también con lo que seré. Atravesaré por fin un largo horizonte de sucesos para dejar atrás el tiempo, para atrapar la memoria de un reducido espacio vacío entre siempre y nunca, ese momento que llamáis muerte.

Cuando aparentemente ya no albergue restos de vida, puede que alguien trace unas incisiones precisas entre mi tronco, amase convenientemente la celulosa que formaba parte de mi consistente porte y con ella imprima eso que llamáis libro. Tal vez las páginas de ese libro acaben por contener algo casi tan mágico como yo, sí, eso que llamáis ideas.

Y con algo de suerte ese libro puediere encontrar abrigo en un pequeño templo de papel de un pueblo cultivado y sonriente. ¿Para qué? Para descansar mientras espero pacientemente el día en que una lectora o un lector acaricien la página con sus dedos mientras descubren algo realmente extraordinario. Para sentirme al abrigo del gobierno de alguna bibliotecaria amiga, como María Dolores o Rosalía.

Y todos los árboles del entorno podrán decir sin pena y sin lugar a dudas: “Ya está cobijado”. Si he de ser feliz en mis últimos días, qué demonios, no habría de pedir menos.