lunes, 21 de diciembre de 2020

EL OTRO LADO

 

Fotografía: Jesús Martínez

En cierto modo yo debí de nacer la primera vez que reconocí mi imagen en un espejo, pero no lo recuerdo. Supongo que de una manera u otra, es algo que nos ocurre a todos.

Aunque no es del todo cierto, porque el primer espejo en el que te reconoces es el rostro de tus padres o de aquellos que ejercen la función de estos. Y a lo largo de la vida nuestras neuronas espejo siguen divirtiéndose con nosotros, y nos involucran en un caprichoso juego de imitaciones en el que la suerte la determina nuestro entorno.

En realidad, cuando nos enfrentamos a nuestro yo en el espejo no deja de ser algo desconocido, un ente paradójico al que no podemos imitar, que inevitablemente observamos con desconfianza, con desapego. Por si fuera poco, cuando empezamos a acostumbrarnos a su aspecto, a sus desafortunadas peculiares, llega un día en el que algo ha cambiado. Ya no somos el mismo, el tiempo ha dejado su marca de alguna manera irreversible en ese nuevo rostro que cuesta volver a reconocer.

Pero qué sería del mundo sin espejos. Da igual que hayas crecido en una manada de lobos. Siempre hay un espejo en el que reconocerse, aunque sea como lobo. Así es como yo soy tú. Y no hay verdad más cierta en nuestra vida, lo queramos o no.

Eso pensaba yo uno de estos días frente al espejo, cuando me di cuenta de lo que iba a significar para los niños de hoy no ver el rostro de los demás. Cuando sean mayores, seguramente no recordarán las mascarillas, la angustia de sus madres, los parques clausurados o el frío que tenían en clase. Recordarán vagamente un aroma, una canción, una caída accidentada o un beso, porque la retracción a la infancia tiene sus reglas. Seguramente habrán dejado atrás todo reducto de un viejo mundo analógico y hablarán de la pandemia como de una historia que hubieran podido leer en un libro. Pero estoy convencido de que tendrán una relación compleja con los espejos.

¿Qué podemos hacer por ellos? Somos el otro lado, somos el reflejo en el que construyen su propio rostro. Y solo podemos sonreír con la mirada. ¿Cómo podemos, con la mirada, comunicar  amor, serenidad, confianza, compromiso?

Y sin embargo, si yo soy tú, de alguna manera puedo elegir quién soy yo. Puedo buscar los rostros de las personas a las que deseo honrar, puedo buscar su ternura en la mirada. La mirada, por ejemplo, de mi vecino Juan, la mirada de Araceli, miradas de ancianos que han aprendido a decir todo lo que saben sin malgastar las palabras. Para construir por fin un rostro amable en el espejo, mi rostro. Para reconstruir la humanidad al otro lado, ahí donde otros buscarán su reflexión más o menos consistente, más o menos agraciada, en un juego de imitaciones en el que la suerte la determina tan solo nuestra voluntad. Tal vez para llegar a ser algo más, tal vez algo mejor.


viernes, 11 de diciembre de 2020

PAN-GEA

 

Fotografía: José Antonio López Salvador

Días fríos, días de viento, breves mañanas seguidas de tardes largamente sombrías. Días de estar metido en casa disfrutando del dolce far niente, delante del hogar, degustando algún dulce prohibido, con un taimado licor que se arrastra sigiloso hasta la mesa y se decanta en la copita de la vajilla de la abuela. Suena bien, ¿verdad? Pues no. Ahora los facultativos de la salud mental lo llaman a eso procrastinar. Qué espanto. Esta gente conseguirá de verdad que todo lo que nos rodea acabe atufando a síntoma de una patología. No quiero pensar qué puede ser del mundo de aquí a treinta años. Me atrevería incluso a decir que es un poco arriesgado permitirse ser optimista.

Ahora bien, si me fuera dado formular un deseo mientras me encontrara en situación de estar degustando ese dulce empapado en generoso licor, sé muy bien lo que pediría: riqueza, riqueza y más riqueza. Ya lo sé: no soy muy original. Este deseo el genio ya se lo sabe, y piensa “ya estamos, otro que pide lo mismo”. Pero este genio muy listo no es, ya os lo digo. Nunca se le ha ocurrido preguntar de qué clase de riqueza habla el afortunado. Y va y le inunda inopinadamente de monedas, joyas, piedras preciosas, palacios, acciones fiduciarias, fondos de capital riesgo, reservas petrolíferas o hectáreas y hectáreas de regadío con subvenciones de la PAC. Error.

Supongamos, por suponer, que tenemos hijos, que formulamos un deseo para que se cumpla dentro de treinta años, que desentierran una cápsula del tiempo del suelo de la plaza del pueblo y todas las cartas de los vecinos que les saludan desde el pasado les desean, por supuesto, lo mejor: riqueza. ¿Pero qué clase de riqueza?

Para empezar, la que difícilmente se compra ni se vende, la que no puede ser usurpada, la que crece cuanto más se comparte, la que hace feliz a quien menos necesita, a quien menos espera. Por ejemplo, por decir algo: kilos y kilos de sentido común.

Pero mucho más: inteligencia, capital humano sin riesgos; que es como decir una sociedad fuerte, exigente, corresponsable. Y mucho más: fertilidad a lo largo y ancho de todos los suelos que les rodeen, frondosidad de intensidad ingobernable y una aplastante masa de biodiversidad entre sus angosturas. Agua abundante, limpia, saludable, sagrada. Cielos de aire impoluto,  horizontes inveterados dibujando una nueva climatología estable. Universos repletos de dudas; dudas abarrotadas de universos. Integración en el orden natural. Ausencia de residuos contaminantes ni tóxicos. Desintegración de todo movimiento especulativo. Abolición de toda clase de sumisión; es decir, insumisión. Realidad no virtual, sino tangible. Reconocimiento y cultivo intensivo de los talentos.

En fin, para qué seguir. ¿Y mientras tanto qué?

Mientras tanto algunos adelantados no esperan que aparezca un genio y van poniendo su granito de arena para que nuestros hijos puedan disfrutar de todo eso. Mientras tanto amigos como Paco, Pilar, Antonio, en fin, todos los que se han juramentado en el Grupo Ecologista Andarax, con una inagotable generosidad nos regalan lo mejor de sí mismos cada día. Inasequibles al desaliento, a pesar de todo.

Y es, en definitiva, lo que os quería decir: eso y no otra cosa es riqueza. Tal vez por ello hoy, con mi copita de licor y mi otoño moderadamente confortable, me siento afortunado.


martes, 1 de diciembre de 2020

UN TEMPLO DE PAPEL

 

Fotografía: Javier Campos

Quiero pensar que en alguna de las vidas que me toque vivir me reencarnaré en árbol. Al menos, confío en que así sea.

No sé muy bien cuándo comenzará todo, porque si he de ser semilla quizá me sienta parte todavía del fruto o del árbol del que provenga. Lo que es seguro es que sentiré la incontenible excitación de germinar, de explotar toda mi potencia. Comenzaré brotando para buscar en la profundidad de la tierra el aliento de todos aquellos que amé y tuvieron que abandonarme en el pasado. Seguiré mi camino asomándome decididamente al aire, al sol, al sonido, a la lluvia.

Creceré vertiginosamente en los primeros meses en una carrera extenuante para consolidar mi fundamento, enraizando profusamente, para llegar a endurecer mi tierno tallo y generar la robustez leñosa que me permita sobrevivir al ataque de innumerables criaturas herbívoras en busca de sustento.

Aprenderé rápido a comunicarme a través del rizoma con otras raíces vecinas para establecer protocolos de ayuda mutua frente a todo tipo de amenazas. Extenderé poco a poco el volumen de mi masa vegetativa para atrapar energía y convertirla en sustancias mágicas que son el auténtico alimento de la vida.

Proporcionaré sombra a una infatigable diversidad de fauna bajo mi copa. Soportaré el hogar de miles, incluso de millones de aves a lo largo de mi vida.

Enfermaré, sanaré, sufriré los vientos, el fuego, los rayos quizás, quedarán cicatrices de todos estos episodios. Nacerán nuevos retoños junto a mí.

Crearé suelo fértil bajo mis hojas, daré cobijo y sustento a millones de hongos y bacterias, cumpliré tal vez treinta mil soles o cien mil, quién sabe.

Escucharé conversaciones en diferentes lenguas de diferentes culturas, en diferentes épocas.

Soñaré con lo que fui y también con lo que seré. Atravesaré por fin un largo horizonte de sucesos para dejar atrás el tiempo, para atrapar la memoria de un reducido espacio vacío entre siempre y nunca, ese momento que llamáis muerte.

Cuando aparentemente ya no albergue restos de vida, puede que alguien trace unas incisiones precisas entre mi tronco, amase convenientemente la celulosa que formaba parte de mi consistente porte y con ella imprima eso que llamáis libro. Tal vez las páginas de ese libro acaben por contener algo casi tan mágico como yo, sí, eso que llamáis ideas.

Y con algo de suerte ese libro puediere encontrar abrigo en un pequeño templo de papel de un pueblo cultivado y sonriente. ¿Para qué? Para descansar mientras espero pacientemente el día en que una lectora o un lector acaricien la página con sus dedos mientras descubren algo realmente extraordinario. Para sentirme al abrigo del gobierno de alguna bibliotecaria amiga, como María Dolores o Rosalía.

Y todos los árboles del entorno podrán decir sin pena y sin lugar a dudas: “Ya está cobijado”. Si he de ser feliz en mis últimos días, qué demonios, no habría de pedir menos.


sábado, 21 de noviembre de 2020

EL LABERINTO DE DOROTEA

 

Fotografía del autor

Llegados a este punto, amigos, que cada cual se encomiende al oráculo que crea más oportuno. De nada sirve pensar que ya navegábamos en una modernidad líquida. La inestabilidad, la confusión, el sometimiento, la opulente sobrexplotación formaban parte de nuestras vidas antes de esta pandemia médica y mediática.

La verdad es que cada día estoy más convencido de que todo esto tiene un tufo insoportable a problema mal planteado. Y si hemos de hacer caso a la antigua tradición brahmánica o al propio Buddha, a un problema mal planteado se responde con el silencio. ¿Qué hago, pues? ¿Cierro aquí mi aventura pseudoepistolar? ¿Buscamos las preguntas oportunas?

Cuando no tengo muy claro qué hacer, exploro respuestas en el orden natural, en el Li de mi amado Tao. No es cuestión de tentar la calidad adivinatoria del I Ching cuando eres un pobre lego, como yo. Así que me agarro a lo más cercano que encuentro: una madeja de lana del cajón y la sacerdotisa predilecta de mi templo doméstico, mi gata Dorotea.

Sobre el altar alfombrado, Dorotea descompone impetuosamente el complejo planeta/ovillo de la realidad. Son largos minutos de excitación y juego tras los cuales el resultado es un enrevesado mensaje de hilillos que conducen al caos más absoluto.

Yo observo y guardo silencio. Con impostada prestancia busco la pregunta adecuada en todo ese mar de órbitas, contrapuntos y armonías mientras mi sacerdotisa hace tiempo que se ha enroscado en el sillón para hacer otra siesta. Por cierto, siempre he pensado que la respiración de los gatos debería ser motivo de alguna tesis doctoral en traumatología, por no hablar del despertar, con sus largos y generosos estiramientos.

Pero, ¿qué demonio de pregunta tengo que buscar yo ahora? Los caminos de mi señora son realmente inescrutables.

Veamos, recapitulemos. Todo confinamiento tiene algo de iniciático. Aprender a vivir de nuevo no resulta fácil. Cada día vamos quebrantando algún código cotidiano, con la molesta incomodidad de no saber si el suelo que pisamos es seguro. Mas deberíais saber que, en efecto, no es seguro. Los hilos terminan conduciendo ineludiblemente a nudos. A estas alturas he atravesado cada uno de ellos, he cambiado de trayectoria para escapar de los bloqueos, pero siempre acabo dedicando más tiempo a deshacer nudos que a transitar por un camino despejado. Y aquí, por fin, se halla la pregunta que buscaba. ¿Qué es más importante, el camino o la estancia?

Es entonces cuando comprendo que los nudos son, en realidad, nodos, coyunturas de encuentro que necesitan reposo y concentración. Y es lo que viene a significar el lugar en el que me encuentro: Instinción, conocida en el período de Al-Andalus como Estançihum, probablemente del latín stantia. ¿Por qué no?

Aunque creo, después de tanto esoterismo trasnochado y divagación, que es mucho mejor que siga guardando silencio mientras Dorotea duerme el sueño de los justos. Porque hoy se lo ha ganado a conciencia.


miércoles, 11 de noviembre de 2020

DESTILAR EL ORIGEN

 


Fotografía Cerveza Nevada

Los recuerdos de la infancia son una guía inexacta y conmovedora del camino del descubrimiento. Tienen el sabor inconfundible de la primera vez y nos acompañan toda nuestra vida para recordarnos cómo se creaba el mundo ante nosotros. Aquí unas risas con un hermano, allá un llanto amargo en soledad, arriba una estrella coronando el parque de la estación en una noche fría y húmeda, abajo los restos de un amigo devorado por la muerte en un accidente insólito, en todas partes el humo del cigarro siempre encendido de un padre solemne y la solemnidad siempre oculta del orden inmanente de una madre. Es así de fácil.

Un tanto más difícil es tener una experiencia semejante a una edad más avanzada. Para eso quizás se inventó el arte, para combinar la inocencia del imprudente espectador con una retrospección emocional y sensorial, que en mi caso sucede de manera recurrente con la endiablada música.

Así que ahora he de hablaros de un programa de radio, hace treinta y tantos años, que se llamaba La escalera mecánica y de cómo una noche de “desprogramación” tras seis horas ininterrumpidas juramentados en los estudios de Radio Nacional, aparecimos en el Club Meca. Y de cómo hay cosas para las que no estamos preparados, como por ejemplo, que aquella noche sonara la voz de Meredith Monk, que Pepe hubiera pinchado en el tocadiscos Dolmen Music.

Ha pasado mucho tiempo y todavía me estremezco cuando lo escucho. Puedo sentir claramente que se abre la senda del descubrimiento, puedo regresar al tiempo y al espacio exacto en el que el mundo quiso crearse ante mí una vez más, de aquel modo primigenio, tosco, atávico y hermoso.

Y quiere la voluntad del destino que vuelva a encontrarme con Pepe aquí, en el valle, donde el destino de su voluntad levanta un nuevo templo de emociones junto a su inseparable Concha. Con el mismo atrevimiento de aquellos años, con la misma perseverancia, la misma serenidad me ofrece una nueva puerta abierta desde donde observar cómo se crea el mundo ante mí.

Abre complaciente una de sus cervezas, bebo, retengo un gusto desconocido por un instante… hasta soltarse en mi memoria, desbocada, la discreta resonancia de Travelling, como una conspiración con un sabor primigenio, tosco, con una voz atávica, pero hermosa, que viene de muy adentro.


domingo, 1 de noviembre de 2020

ENTRE CLAVELES

 

Una fachada es como un libro abierto. En mis paseos por las calles de Instinción, debidamente acreditado ante la autoridad con mi difusa identidad de poeta, leo arquitecturas diversas con múltiples historias que contar.

Las hay que se muestran deshabitadas de espíritu, sumidas en un abandono irreversible; otras en cambio son como la fotografía de una gran fiesta de la desmesura que tan solo se muestra en todo su esplendor un par de veces al año; adoro, en cambio, las que describen un discreto savoir faire de blanco sublime, que se reconocen deudoras de una identidad milenaria; pero, la verdad, prefiero aquellas que se brindan a la exuberancia y la promiscuidad de todo tipo de inflorescencias. Lo reconozco, es la debilidad de quien añora texturas de otras latitudes.

Por eso, cada vez que paso por delante del hogar de David y José Blas me embarga una inequívoca sensación de gratitud y, por qué no decirlo, el recuerdo de esas deliciosas veladas compartiendo mesa y risas por el módico precio de una amistad. Debe de ser, sin duda, el intenso aroma a fertilidad de las hiedras, las buganvillas, los hibiscus, lo que despierta en mí una cierta melancolía de paraíso perdido.

Todo hogar que se precie está en permanente transformación, respira, se complace en la sobremesa, invoca impaciente el deambular de sus criaturas, tiembla ante las injerencias del vecindario, sufre las inclemencias del tiempo, adapta sus costuras hasta hacer confortable la huida hacia adentro.

Desde aquí veo platos, telas, gatos, pájaros, plantas, pequeños detalles de decoración, triviales disputas cotidianas, nuevos planes de reforma, ilusiones, fatigas, momentos de fragilidad, metafísica oriunda, reencuentros hilvanados, un clavel en el jarrón. Es la vida, amigos. Garban y Trufa saltan del sofá a la alfombra y de allí a la estufa. Ronronean mientras se escucha abajo la máquina de coser con el cadencioso ritmo de una súplica, de una letanía. Aunque ellas, las manos que destejen el silencio, tienen la extraña virtud de convertir en realidad casi todos los deseos.

Habrá que convenir, tal vez, que no hay otro secreto sino amar perdidamente los entresijos más elementales y vulnerables de la vida; así se bordan los milagros.

Veo la sonrisa de una novia, el cabello recogido, flecos, volantes, talle ajustado, nervios, la complicidad de un espejo... y por fin, el final de una jornada, el descanso a media luz, entregarse al calor de la noche o de unas manos que acarician en la noche.

Y colorín, colorado, de claveles la casa se ha llenado.


miércoles, 21 de octubre de 2020

YO DE MAYOR...

 

Fotografía: Manolo Pérez Sola

Sin capitulaciones las niñas siguen multiplicando en alta voz: yo por ti, tú por mí, los dos… por los que sufren en la tierra sin que les haga caso Dios.

Con admirable naturalidad entran y salen las almas de la escuela. Cubren sus rostros sin conseguir esconder la sonrisa, miran con ojos nuevos la mañana. Danzan en orden, sin miedo, subordinados tan solo al ministerio de la felicidad. El juego ha cambiado, sí, pero sigue siendo el juego.

Leen en la cartilla unos versos, tal vez una adivinanza: el maestro de Santa Fe tiene una plaza, y los pájaros no saben cómo se llama…

Ellas, las maestras, saben que estamos muy necesitados de sentido común, de generosidad, de gente comprometida, de valor, de lealtad, de ideas ingeniosas, de luchadores contra todo tipo de desaliento, de palabras honestas, de silencios concomitantes, de hijos adoptivos, de árboles vigorosos, de robusto humanismo, de alumnos que crezcan hasta darnos sombra y cobijo, de re-conocimiento, de retroprogresismo, de esperanza bien fundamentada.

Ellos, los maestros, saben que no hay nada más hermoso que la infancia, que todo lo que necesitamos para vencer nuestros miedos y nuestras miserias está escondido en sus naturalezas. La infancia es un único principio activo que contiene a todos los demás. Y la escuela es un templo de poderosa alquimia.

Lo sabríais bien si hubierais conocido un alquimista como Manolo.

Maestro de Santa Fe, fiel armador de conciencias, amarrado al tronco de la vida y bruñido por la energía de todas las infancias. Hoy sonríe y mira hacia la cámara vestido de serenidad.

Al otro lado, sus alumnos, cientos, miles de alumnos cuya sombra todavía se siente impermanente ante la fertilidad de la huella del maestro. Detrás de él, la milenaria encina de la Peana, rebrotando de sus heridas, contabilizando sin descanso soles y lunas, convocando a la perseverancia obstinadamente.

domingo, 11 de octubre de 2020

EL ALMANECER


Por más que he soñado el mismo sueño no logro acostumbrarme. Camino por una habitación minúscula, las ventanas descomponen una panorámica única y desoladora, el espejo me devuelve ciertas canas y una edad provecta que se adivina en arrugas dóciles, en movimientos cuestionables. Soy mayor.

Pasan las horas sin que suceda nada, absolutamente nada, y tengo un libro entreabierto en las manos. Creo que voy leyendo cuando mis ojos dejan de estar cansados, pero no estoy seguro. Eso sí, escucho claramente el tráfago de cazuelas en la cocina. Pero en la calle hay un silencio atronador.

No sé muy bien qué día es. Podría ser lunes y, sin embargo, el ajetreo del mercado no está conmigo. Yo quería comprarme una camisa, sí, una camisa a cuadros como las que me regalaba… no recuerdo su nombre. Era feliz entonces. Ahora no lo sé.

Hay un libro en la mesita. Debe de ser de alguien que ha pasado por aquí porque no sé leer. En la portada se ven dos coleópteros de colores llamativos, singularmente simpáticos. Claro, recuerdo el campo, las nubes de otoño, la definición del paso del tiempo como un reloj de agua en manos de un niño; la fragilidad del tiempo.

Aquí no hay nada que hacer. Hoy he visto algo extraño que nunca antes había observado: algo vestido de blanco que acercaba una bandeja de comida a la mesa y hablaba en un idioma que no alcanzaba a decodificar. Es comprensible, ahora que voy desaprendiendo la vida sólo reconozco algunos aromas, alguna canción. Ella tararea una melodía y yo continúo, como si fuera un juego. Aunque no sé muy bien quién es ella.

De lo que estoy seguro es de que sonríe bajo la mascarilla, porque sus ojos, cuando se entreocultan, se balancean hacia el infinito. Supongo que se ha perdido por aquí, tan solo puede ser cosa del azar.

No hay mucho más que contar. Escucho las hojas de un olmo lejano cuando el viento sopla o, tal vez, habla de mí para matar el tiempo, ese tiempo que sujeta un niño bajo y regordete que me mira desde el pasado, algo desorientado.

El viento dice, en realidad, mucho más de lo que quisiera oír. Todos los días escucho alguna forma distinta de tristeza. Es inevitable; estamos solos. Solos y, sin embargo, a todos nos acompaña un sentimiento indescifrable, profundo y suave colmado de atenciones, que no sabría describir. Está ahí. Yo lo sé, y con eso me basta.

No hay mucho más que contar, no… o sí.

Me dijo que se llamaba Jéssica y algo que no olvidaré jamás: que lloraba amargamente al llegar a casa, mientras se cambiaba de ropa, mientras desinfectaba su calzado, mientras se duchaba, cuando, después de saludar a sus pequeños y a su marido desde lejos, se recluía en una habitación prestada, bajo riguroso aislamiento.

Y recuerdo que la abracé. Es extraño, es lo único que recuerdo clara y rotundamente: la abracé, aproximadamente durante una eternidad, aunque estaba prohibido.


jueves, 1 de octubre de 2020

EN-CLAVE DE SOL

 


Podría parecer que no hay oficio tan bello, tan trascendente como el de los guardianes del bosque. Y debo reconocer que en ellos se dan las mejores de las cualidades que he conocido en mi vida. Pero esta bitácora rebelde quiere hablar de alguien que ha elevado la categoría del humanismo unos cuantos peldaños por encima de todo lo que habéis leído hasta hoy, y ya es difícil, os lo aseguro.

Supongo que la primera vez que le vieron aparecer por Benecid, algunos de sus contados vecinos debieron de pensar qué diablos hacía por allí aquel pequeño hombrecito. Con aspecto de Cat Stevens alpujarreño, delgado, sonriente, de voz sumarísima y exculpatoria comenzó a frecuentar de manera definitiva el valle que ha amado desde siempre. Hasta que convirtió un enclave elevado sobre el pueblo en un refugio de dignidad.

Pero no contento con ello, y sin mirar hacia atrás ni a su lado, sin esperar ayuda ni consuelo comenzó a militar en el oficio más comprometido que conozco: liberar el mundo, su mundo, de todo lo que sobra. Y, claro, en Benecid algunos de sus contados habitantes no entendían por qué.

Ese hombre no está en su sano juicio. ¿Cómo va a acabar con toda la basura que encuentra a su paso? Tal vez les sorprendió que cargase con bolsas de basura inmensas, las metiera en su coche, en su propio coche, y las depositara en un lugar apropiado. Pero la cosa se puso seria cuando un buen día vieron que había atado algunas cinchas a un viejo horno abandonado en el fondo de una rambla, trabajosamente lo cargó en su coche y se lo llevó para depositarlo en un lugar apropiado.

La cosa ya no hacía tanta gracia. De hecho, Juanma ya no sólo dedicaba su atención a su entorno más cercano, sino que también observaba objetivos más ambiciosos. Como toda persona sensata comprendió que necesitaba ayuda para acometer su labor. Sin otra moneda de cambio que su cualidad de artista acabó negociando esa ayuda a cambio de música. Y emulando hazañas propias de flautistas mitológicos consiguió que una pequeña tropa de voluntarios retirasen del lecho del río unas viejas y voluminosas tuberías.

Un buen día en que disfrutaba del paisaje que supo elegir como propio, un anciano de aquella agraciada aldea le confió con preocupación: “No mires abajo, ya nadie tira basura”. Esas fueron sus palabras, sí, mientras pensaba: “Pequeño hombrecito, has vencido. Bendito sea el día en que se te ocurrió venir a vivir a estos pagos”.

Que Juanma Cidrón es un gran, gran hombre lo sabemos todos los que tenemos el honor de contar con su amistad. Es cierto, no ha elegido Instinción como su nueva cuna, pero tal vez eso nos ayude a seguir extendiendo una auténtica red neuronal en el valle del Andarax. Porque el conocimiento construye y el compromiso dignifica, pero sobre todo, la amistad eleva la vida al plano que le corresponde.

Espero que tengas a bien disculparme, amigo mío, pero alguien tenía que explicarlo. Y, por cierto, no dejes de componer. Que la música te acompañe siempre.


lunes, 21 de septiembre de 2020

EL ÁRBOL DE LA VIDA


Fotografía del autor

Probablemente no hay soledad más desconcertante que la de sentirse frente a un problema y ver con impotencia cómo la amenaza que significa se expande sin freno, ver cómo va disolviendo todas y cada una de nuestras capacidades y posibilidades de salvar todo aquello que creíamos hermoso.

Si bien, es cierto que en toda crisis, en todo desafío, acontece con frecuencia que nacen pequeñas comunidades o hermandades y convergen en un momento y un lugar determinado haciendo frente común ante la adversidad. Conozco bien a una de estas hermandades. Se reúne todos los domingos por la tarde en un lugar que, por su seguridad, no puedo desvelar. Les observo con admiración y ellos lo saben. Les escucho con la secreta ambición de poder ingresar algún día en su escuela de resistencia y lealtad, más allá de toda desesperanza. Mientras tanto, ellos elaboran su singular diagnóstico.

  • No debemos comprender el mundo desde la lógica de la devastación. Sería un error. Dejad que el agua haga su trabajo. Sentidlo. Dejad que constituya íntimamente los seres que aman, los que odian, los extraviados, los que se iluminan. Porque cada uno de nosotros es una conciencia que navega sobre el agua. Cada criatura, cada tejido, cada palpitación no es más que una fórmula eventual, una asociación única del fluido esencial. Dejad que el agua limpie la inmundicia y el caos, que altere las configuraciones, que borre convicciones, que vuelva a colocar cada cosa en su lugar. Ella y solo ella consigue fundamentar el equilibrio en ese permanente flujo de intercambios que nutre la vida. Ella es li.
  • Pero nosotros, ¿qué podemos hacer?
  • Podemos observar cómo la lluvia reactiva el ciclo nuevamente. Y ahora llueve. ¿Lo ves?
  • Sí. El árbol de la vida se está alargando. Lo veo. De hecho, cuanto más cerca se coloca la muerte, más lo veo crecer frente a mí. Como una enorme cabellera el bosque absorbe cuanto puede; inspira nutriendo vigorosamente cada una de sus células tiernas o leñosas, y espira invitándonos a compartir un aire con aromas deliciosos, evocadores.

Puedo escuchar claramente entre la conversación los golpes contra el suelo, mientras los guardianes del bosque abren un nuevo agujero para cultivar esperanza. Sus herramientas son simples: una azada, voluntad, una piqueta, dos manos, una machota, sus frentes sudorosas, piedras, confianza, algún bocadillo, amistad.

Lenta, pero serena y sabiamente el árbol de la vida se está alargando. Y nadie tendrá que explicar a Ramón y a Dani por qué para nacer un bosque hace falta algo más que tierra, aire, agua y una semilla. Si cada minuto concedido, si toda la emoción se depositaran como un chubasco fértil en la tierra, brotaría un tiempo nuevo.

Lenta, pero serena y sabiamente, a lo largo de la sombra del árbol de la vida crece en número la hermandad de los guardianes del bosque. Aunque sea todavía prematuro cabe pensar que algún día otros que ni siquiera se saben nacidos disfrutarán del tesoro que plantaron, honraron y legaron. No puede ser de otra manera. Y, mientras tanto, dejemos que el agua haga su trabajo. 


viernes, 11 de septiembre de 2020

LOS REENCUENTROS

 

Fotografía del autor

De acuerdo, llamémosle preludio del otoño. Pero no por la insólita regresión del calor extremo en fechas tan tempranas. Ni por la inquietud de nuestros infantes mientras reciben extrañas instrucciones de higiene escolar. Tampoco por el regreso del pulso del tráfico de trabajadores que esconden también su rostro bajo un ahogo contenido.

Llamémosle preludio del otoño porque así lo fundamentan bandadas de abejarucos atravesando el cielo noche y día, de regreso al sur. Escuchemos su coral envolvente de politonales graznidos suplicar al sol que no escape tan deprisa. Observemos cómo se precipitan como una ola hacia latitudes más confortables.

Porque el otoño no es otra cosa que una partitura en clave reconstituyente. Las sombras, por ejemplo, recuperan poco a poco su solemnidad alimentando sólidos silencios. La vegetación nutre generosamente los suelos del mañana. Regresan las lluvias como una provisión incalculable de fertilidad. El brillo de los días se atenúa para dibujar nuevas sombras. Y así el ciclo continúa, así como el hogar se dispone a acogernos de nuevo, con la despensa llena.

Vivimos en una danza recurrente de encuentros, desencuentros y reencuentros. Por un extraño capricho del azar, existe en Instinción un “Rincón de los encuentros”. En estos días el otoño comienza a abrirse paso entre sus naranjos hasta penetrar en la casa, en la chimenea, en las alcobas o en la sala de yoga adjunta, mientras Carmen prepara sus clases. Si pudiésemos regresar algunos otoños atrás, podríamos admirar en la sala de yoga la fuerza, el coraje, la serenidad de las matriarcas del pueblo. Es imposible no emocionarse con ese recuerdo. Todavía se siente en la sala su manifestación de energía, aunque algunas de ellas ya no pueden asistir.

Es el otoño de la vida como una escena de una profundidad insondable: egregio, frágil, nutriente, edificante, meritorio. A cada quien devuelve lo que dio. A cada cual lo enfrenta a su propio reflejo. Y si lo observamos en su plenitud no deja de sorprender con su vivificante eterno retorno, con su explosión cromática, su perfecto equilibrio entre tormentas y calmas, sus aromas a fuego, humedad o tierra.

Dejemos pues que Carmen continúe preparando los reencuentros, mientras Mali y Amiga perturban su orden con los típicos desaires de viejos animalitos caprichosos. Porque, fijaos, ya no se escuchan abejarucos en el aire.






martes, 1 de septiembre de 2020

EL SOL DE LA INFANCIA

 

Fotografía: José Antonio López Salvador

Afortunadamente en toda regla hay excepciones, y a veces se produce el proceso inverso, de modo que la ciudad, la lógica, el progreso devuelven a nuestra frágil convivencialidad algunas almas castigadas por la subordinación y los diversos tóxicos.

Son almas que buscan entre nosotros los paraísos perdidos de su infancia, aunque la infancia fuera de sopa de ajo, sol inmisericorde sobre los parrales, pulgas atravesando desde las cuadras hasta los dormitorios, jugar a las balsicas o escapar calle abajo rodando como un ovillo.

Buscan el calor de un hogar que se alimenta todavía de los acorazados recuerdos de una madre ya anciana, una madre omnipresente. Aunque de los recuerdos no es bueno fiarse, porque siempre acaban rescatando el rastro de las más sentidas ausencias.

Sospecho que por todo eso y algunas cosas más volvió Pepe a Instinción, después de haber recorrido todo el mundo clavando su obstinación en el suelo a cada paso. Y es que este es sin duda un caso muy particular.

Veréis, hay personas que se pasan la vida buscando un porqué. Otras, sin embargo, aun teniendo más razones que un santo para pedir explicaciones de todo tipo de contrariedades, sólo dedican tiempo y coraje a preguntarse cómo. Cómo caminar, cómo subir a lo más alto, cómo enamorar a esa chica, cómo restañar las heridas de Gaia, cómo salvar un expediente laboral, cómo devolver la dignidad a un pueblo, cómo transformar el rostro del dolor, cómo regalar una palabra bonita, cómo devolver a la vida más vida. Dicho de otro modo: navegar entre lo posible y lo no imposible.

No importa que todos piensen que "una vez causada la inflamación en las neuronas motoras de la médula espinal y del cerebro se llegue a la parálisis, atrofia muscular y muy a menudo la deformidad". No importa que todos piensen que ascender legendarias montañas sea un ejercicio de futilidad sin sentido. Corpore sano in mens sana. Lo primero es lo primero, bien entendido.

La vida puede ser una verdad a medias, un amasijo de dudas y desesperación entre las ruinas de una pandemia, por ejemplo. Pero también puede ser un horizonte de posibilidades que espera un caminante con la suficiente audacia como para comprender que el verdadero camino no se acaba nunca. Así avanza Pepe, rescatando fundamentos irrenunciables de esperanza. Y a veces, incluso se acerca un poco más al sol, y desde la cumbre de la determinación se atreve a preguntarle ¿por qué no?



viernes, 21 de agosto de 2020

GOTITAS DE LUZ

 


Fotografía: Anabel

Aguas abajo, en dirección al mar, en dirección a la capital, la cuenca se deconstruye suavemente por el norte, dejando entrever extensos páramos del Desierto de Tabernas. En dirección sur, las montañas ocultan tozudamente el mar y la creciente urbanización, justo hasta un requiebro definitivo del lecho del río Andarax, aproximadamente en las tierras que edificaron la olvidada y milenaria cultura de Los Millares.

Esa es la dirección natural de todos los flujos que circulan por el valle. Desde el pueblo observamos con cierta resignación cómo la gravedad de la fuerza determina un camino de ida que casi nunca es de vuelta. Baja el agua, baja la producción agrícola, baja el aire limpio de la sierra, bajan los recursos minerales, bajan los jóvenes estudiantes, baja la población productiva y baja, sobre todo, el talento.

Tengo que reconocer que todo esto constituye una contrariedad. Aunque nos esforzamos por establecer relaciones no hostiles con la ciudad y sus ciudadanos, de modo que la identidad y los recursos de los ruralianos queden garantizados, hay ocasiones en que no es suficiente con el poder salutífero del cielo, el agua, la tierra y los seres que nos rodean.

Es cuestión de tiempo que uno acabe compareciendo río abajo, buscando alivio para diversas dolencias. Cosas de la edad. Lo que no es tan previsible es que ese tránsito te lleve a descubrir que la ciudad se ha apropiado del talento de una hija de Instinción. Qué puedo decir, los caminos del dolor son inescrutables.

Sin duda es de rigor explicar cómo comenzó todo. Ingresas en un cubículo reducido, pero agradable. Depositas las dudas y toda la longitud de una fisiología declinante sobre la camilla. Y cierras los ojos, porque la intensidad de la luz penetra en tu dolor sin indulgencia.

Pero eso, todo eso ya lo sabe ella, porque ha estado escuchando desde que cruzaste el umbral de su puerta cada uno de los epidérmicos silencios que constituyen nuestra desafinada melodía. Entonces, extiende la partitura, dejando que sus manos lean en cada íntima vibración el rastro de alguna nota errática. Esto hay que afinarlo, pero sin precipitación. Sí, aquí es exactamente donde nace el dolor. Escuchemos, pues. Inspira profundamente. Espira por la boca. Poco a poco.

Nada es igual a uno y otro lado. El izquierdo está tenso, dolorido, furioso. El derecho se impacienta atravesando un campo de insolidarias contracturas. Has cerrado los ojos. Detrás de toda esta aventura hay generaciones y generaciones que se encuentran sobre la indulgente camilla, invocando la condonación de todas las deudas, los pecados y las soledades. El resplandor ya no molesta. Tal vez por eso percibes claramente cómo la protección que rodea a Anabel es en realidad una pequeña burbuja sobre la que se precipita una fina lluvia de gotitas de luz de insobornable cualidad.

Es difícil comprenderlo, lo sé. La luz se fundamenta firmemente como un haz de raíces que atraviesa la inmensidad de la desesperanza. Hasta doblegar el dolor. Y no hay, en fin, efectos secundarios, porque el tibio y prolongado contacto con la humildad concede el don de ser extraordinario.

Doy fe de ello.