domingo, 11 de octubre de 2020

EL ALMANECER


Por más que he soñado el mismo sueño no logro acostumbrarme. Camino por una habitación minúscula, las ventanas descomponen una panorámica única y desoladora, el espejo me devuelve ciertas canas y una edad provecta que se adivina en arrugas dóciles, en movimientos cuestionables. Soy mayor.

Pasan las horas sin que suceda nada, absolutamente nada, y tengo un libro entreabierto en las manos. Creo que voy leyendo cuando mis ojos dejan de estar cansados, pero no estoy seguro. Eso sí, escucho claramente el tráfago de cazuelas en la cocina. Pero en la calle hay un silencio atronador.

No sé muy bien qué día es. Podría ser lunes y, sin embargo, el ajetreo del mercado no está conmigo. Yo quería comprarme una camisa, sí, una camisa a cuadros como las que me regalaba… no recuerdo su nombre. Era feliz entonces. Ahora no lo sé.

Hay un libro en la mesita. Debe de ser de alguien que ha pasado por aquí porque no sé leer. En la portada se ven dos coleópteros de colores llamativos, singularmente simpáticos. Claro, recuerdo el campo, las nubes de otoño, la definición del paso del tiempo como un reloj de agua en manos de un niño; la fragilidad del tiempo.

Aquí no hay nada que hacer. Hoy he visto algo extraño que nunca antes había observado: algo vestido de blanco que acercaba una bandeja de comida a la mesa y hablaba en un idioma que no alcanzaba a decodificar. Es comprensible, ahora que voy desaprendiendo la vida sólo reconozco algunos aromas, alguna canción. Ella tararea una melodía y yo continúo, como si fuera un juego. Aunque no sé muy bien quién es ella.

De lo que estoy seguro es de que sonríe bajo la mascarilla, porque sus ojos, cuando se entreocultan, se balancean hacia el infinito. Supongo que se ha perdido por aquí, tan solo puede ser cosa del azar.

No hay mucho más que contar. Escucho las hojas de un olmo lejano cuando el viento sopla o, tal vez, habla de mí para matar el tiempo, ese tiempo que sujeta un niño bajo y regordete que me mira desde el pasado, algo desorientado.

El viento dice, en realidad, mucho más de lo que quisiera oír. Todos los días escucho alguna forma distinta de tristeza. Es inevitable; estamos solos. Solos y, sin embargo, a todos nos acompaña un sentimiento indescifrable, profundo y suave colmado de atenciones, que no sabría describir. Está ahí. Yo lo sé, y con eso me basta.

No hay mucho más que contar, no… o sí.

Me dijo que se llamaba Jéssica y algo que no olvidaré jamás: que lloraba amargamente al llegar a casa, mientras se cambiaba de ropa, mientras desinfectaba su calzado, mientras se duchaba, cuando, después de saludar a sus pequeños y a su marido desde lejos, se recluía en una habitación prestada, bajo riguroso aislamiento.

Y recuerdo que la abracé. Es extraño, es lo único que recuerdo clara y rotundamente: la abracé, aproximadamente durante una eternidad, aunque estaba prohibido.