domingo, 21 de febrero de 2021

IN MEMORIAM

 

Fotografía del autor

Hubo días mejores -algunos-, en que sabíamos que si el aire se enredaba sobre las horas del campanario, el poeta ciertamente tañería sílabas azules para desenredarlo.

Y si los labios de aquel siroco ultramontano llegaban a besarle la garganta, elongaba el poeta su tañido; tanto así era, que hasta el dramático temblor de sus deshilachadas manos desfallecía, mientras mirábamos hacia otro lado. 

Pero quiénes éramos nosotros...

Hubo noches austeras -numerosas-, en que saciábamos nuestros temores con discapacitados paisajes de rendición a la epidermis adheridos, abrasadores, sí, ciertamente, en tanto que el poeta declamaba la terquedad de su silencio penitenciario, sumarísimo, tal vez lírico, para descomponerlos, para glosar el páramo deslumbrante de una resistencia de voz quebrada, de mirada bisoña, de imprudente emoción, mientras apurábamos la última copa.

Pero quiénes éramos nosotros...

Mas hubo a la postre sueños delicados -algunos-, en que la evocación de aquel incierto aroma llegaba sin previo aviso a conmover al verbo, incluso en manos del poeta. Sí, de aquel poeta atrapado ya por la elegante serenidad de una severa, irreversible declinación.

Hasta llegar la estrofa al fin,  en que ingrávido,  obsolescente, arranca a plañir, contra todo pronóstico, un leve chubasco funerario, elegíaco, contaminado de ausencias una vez más -una más, y ya son tantas-, mientras sentimos íntimamente el dolor de no haber sido, demorando, otorgando, exculpando -pero quiénes nos creíamos nosotros...-, el dolor de no ser más él.

Tal vez definitivamente nunca más.



jueves, 11 de febrero de 2021

REDES


 Fotografía del autor

No importa que la mirada se extravíe hacia el exterior o hacia el interior: todo paisaje contiene la promesa de un camino.

Caminos deseados, caminos ineludibles, caminos que conducen a la dicha, caminos que no llevan a ninguna parte. Destinos que nos aguardan, estaciones de paso, enclaves tercamente endogámicos. Con ellos nos acompañan desde los recuerdos más estimulantes hasta los episodios más trágicos. Son redes que atraviesan la materia o el espíritu, son un horizonte de sucesos que une un extremo a otro para que entre ellos circulen todo tipo de voluntades.

Porque un camino no nace solo, no está marcado desde siempre, sino que es la voluntad del caminante, invariablemente; un caminante que parte en busca de algo nuevo o un caminante que huye de algo conocido. Es esta voluntad la que decide vincular la suerte de un origen con la de un destino. En realidad, da igual que el tránsito sea físico o mental. Sería bello pensar que la voluntad de conectar acerca hasta la misma puerta de tu casa el perfume de todos los destinos.  Y en la mochila siempre habrá elementos de un punto que llegarán a otro punto. Hay quien llama a esto contaminación, pero es más estimulante escuchar a quienes lo consideran influencias.

En cierta ocasión, llegamos mi editora y yo a una pequeñísima aldea del Pirineo, que constituía el final de un hermoso camino. Allá, entre otros, encontramos a un pastor, con su rebaño de cabras, y su mujer, pintora y responsable de la quesería. Al entablar conversación solté una descortesía imprudente “¡Qué lejos está esto!” y Rosa, la pintora, con la serenidad de quien ha pasado ya unas cuantas veces por el mismo trance, aplastó la prepotencia del urbanita preguntando “¿Lejos de qué?”. 

Se trataba de una pequeña aldea, sí, aparentemente desprovista de vida. Pero una aldea no deja de ser nunca un organismo vivo si es capaz de establecer conexiones. Lo importante para su definición no es que sea grande o pequeña. Lo importante es la urdimbre que sustenta su acontecer. Cada aldeano es un nodo, un motor, un combustible para el circuito y la circulación que llega tan lejos como pueda imaginarse. De este modo y no otro se define la importancia real de lo vivo: de una aldea, de un aldeano…

Volvamos a la voluntad original, la de quien observa hacia afuera el paisaje y retiene como puede el anhelo de comenzar un largo viaje, y luego observa hacia dentro las huellas de un persistente cautiverio en el espejo. Puede parecer a estas alturas que nos han robado un tiempo precioso de nuestras vidas. Pero no hay que atender sin más a las apariencias. Si la determinación de seguir caminando y conectar nodos es firme, se produce un efecto constante: fortalece más y más la red que nos sustenta. 

Es manifiesto, pues, que la aldea que soy, que somos, de todo ello ha de nutrirse para alcanzar la dignidad de la excelencia. Caminos que van y vienen, caminos que se entrecruzan y confluyen, encuentros vivificantes, formidables voluntades que circulan desde tiempos inmemoriales, que nos conectan con todas esas almas y todos los tiempos. Almas amigas, almas diversas, como las que leéis, en algún caso desde muy lejos, estas líneas cocidas a fuego lento, muy lento.


lunes, 1 de febrero de 2021

CONFINAMIENTO INICIÁTICO

 

Fotografía del autor

Entonces, ¿qué demonios es lo que me mantiene vivo?

Puede que, a estas alturas, mi voluntad solo obedezca al imperativo de observar la vida más allá de la ventana. Sentado frente al ordenador me siento caminar sobre una arista interminable, sobre un abismo bifronte. De un lado, la amenaza de ser atrapado por el desplome de la realidad. Del otro, el temor de precipitarse en el desgobierno de la imaginación. Y aquí arriba, un viento frío y cruel que arrebata toda protección.

Diríase que pasan los días como los pasos, uno tras otro, involuntarios, dolorosos, perdidos,… irrenunciables.

Puede que aquí, tras los cristales, uno se sienta más protegido. La vida sigue desarrollando con exactitud su pródiga economía de intercambios mientras yo he ido contrayendo una aguda congoja por el aislamiento. Es inevitable percibir cómo el pálpito de la existencia se ralentiza.

De acuerdo, pues vayamos lentamente. Es cuestión de masticar con serenidad los minutos, deconstruir toda su constitución nutricional y digerirlos.

En definitiva, y muy lentamente, observar el mirlo que se posa en la reja de la ventana y cacarea su reclamo, con el insultante brillo de ese pico naranja. Más lentamente todavía notar cómo crece el brote de una bellota mientras busca el esquivo calor de un sol perezoso. Hagámoslo así, hasta detener, al fin, la consistencia de todas las palabras para poder degustar tal vez un tímido destello de silencio, de vacío...¿Es esto extinguirse?

La duda siempre fue una amiga. No hay verdad absoluta, ni razón incontestable. Si hay que extinguirse, adelante, extingámosnos y rapidito, que ya es hora de comer. Si vamos a hacerlo, hay que hacerlo bien, porque para renacer hay que fenecer, señores, hay que dejar de ser lo que éramos, rotundamente.

Pero, veréis, para empezar nadie recuerda cómo se nace. Es algo que no está al alcance de la voluntad ni de la conciencia y, ciertamente, la memoria se guarda muy bien de esconder el secreto. Es un serio inconveniente.

Y aun así, frente al ordenador, a este lado de la ventana, en mi confinamiento voluntario, definitivamente me impongo el firme propósito de renacer, cueste lo que cueste. ¿O queda acaso otra alternativa?

Todo confinamiento bien entendido ha de tener algo de iniciático, ha de ofrecer la promesa de un nuevo camino. Con la profunda convicción de los desheredados cierro los ojos, me entrego ciegamente a la esperanza, extiendo la mano hacia el otro lado y comienzo a sentir, qué diría yo, un cierto rubor, un calorcillo, una necesidad urgente, un cosquilleo persistente que, de no ser por lo que es, diría yo que es la pesada de Dorotea reclamando caricias una vez más.

¡Qué se le va a hacer! Lo de renacer tendrá que quedar para mañana.