jueves, 11 de febrero de 2021

REDES


 Fotografía del autor

No importa que la mirada se extravíe hacia el exterior o hacia el interior: todo paisaje contiene la promesa de un camino.

Caminos deseados, caminos ineludibles, caminos que conducen a la dicha, caminos que no llevan a ninguna parte. Destinos que nos aguardan, estaciones de paso, enclaves tercamente endogámicos. Con ellos nos acompañan desde los recuerdos más estimulantes hasta los episodios más trágicos. Son redes que atraviesan la materia o el espíritu, son un horizonte de sucesos que une un extremo a otro para que entre ellos circulen todo tipo de voluntades.

Porque un camino no nace solo, no está marcado desde siempre, sino que es la voluntad del caminante, invariablemente; un caminante que parte en busca de algo nuevo o un caminante que huye de algo conocido. Es esta voluntad la que decide vincular la suerte de un origen con la de un destino. En realidad, da igual que el tránsito sea físico o mental. Sería bello pensar que la voluntad de conectar acerca hasta la misma puerta de tu casa el perfume de todos los destinos.  Y en la mochila siempre habrá elementos de un punto que llegarán a otro punto. Hay quien llama a esto contaminación, pero es más estimulante escuchar a quienes lo consideran influencias.

En cierta ocasión, llegamos mi editora y yo a una pequeñísima aldea del Pirineo, que constituía el final de un hermoso camino. Allá, entre otros, encontramos a un pastor, con su rebaño de cabras, y su mujer, pintora y responsable de la quesería. Al entablar conversación solté una descortesía imprudente “¡Qué lejos está esto!” y Rosa, la pintora, con la serenidad de quien ha pasado ya unas cuantas veces por el mismo trance, aplastó la prepotencia del urbanita preguntando “¿Lejos de qué?”. 

Se trataba de una pequeña aldea, sí, aparentemente desprovista de vida. Pero una aldea no deja de ser nunca un organismo vivo si es capaz de establecer conexiones. Lo importante para su definición no es que sea grande o pequeña. Lo importante es la urdimbre que sustenta su acontecer. Cada aldeano es un nodo, un motor, un combustible para el circuito y la circulación que llega tan lejos como pueda imaginarse. De este modo y no otro se define la importancia real de lo vivo: de una aldea, de un aldeano…

Volvamos a la voluntad original, la de quien observa hacia afuera el paisaje y retiene como puede el anhelo de comenzar un largo viaje, y luego observa hacia dentro las huellas de un persistente cautiverio en el espejo. Puede parecer a estas alturas que nos han robado un tiempo precioso de nuestras vidas. Pero no hay que atender sin más a las apariencias. Si la determinación de seguir caminando y conectar nodos es firme, se produce un efecto constante: fortalece más y más la red que nos sustenta. 

Es manifiesto, pues, que la aldea que soy, que somos, de todo ello ha de nutrirse para alcanzar la dignidad de la excelencia. Caminos que van y vienen, caminos que se entrecruzan y confluyen, encuentros vivificantes, formidables voluntades que circulan desde tiempos inmemoriales, que nos conectan con todas esas almas y todos los tiempos. Almas amigas, almas diversas, como las que leéis, en algún caso desde muy lejos, estas líneas cocidas a fuego lento, muy lento.