lunes, 1 de febrero de 2021

CONFINAMIENTO INICIÁTICO

 

Fotografía del autor

Entonces, ¿qué demonios es lo que me mantiene vivo?

Puede que, a estas alturas, mi voluntad solo obedezca al imperativo de observar la vida más allá de la ventana. Sentado frente al ordenador me siento caminar sobre una arista interminable, sobre un abismo bifronte. De un lado, la amenaza de ser atrapado por el desplome de la realidad. Del otro, el temor de precipitarse en el desgobierno de la imaginación. Y aquí arriba, un viento frío y cruel que arrebata toda protección.

Diríase que pasan los días como los pasos, uno tras otro, involuntarios, dolorosos, perdidos,… irrenunciables.

Puede que aquí, tras los cristales, uno se sienta más protegido. La vida sigue desarrollando con exactitud su pródiga economía de intercambios mientras yo he ido contrayendo una aguda congoja por el aislamiento. Es inevitable percibir cómo el pálpito de la existencia se ralentiza.

De acuerdo, pues vayamos lentamente. Es cuestión de masticar con serenidad los minutos, deconstruir toda su constitución nutricional y digerirlos.

En definitiva, y muy lentamente, observar el mirlo que se posa en la reja de la ventana y cacarea su reclamo, con el insultante brillo de ese pico naranja. Más lentamente todavía notar cómo crece el brote de una bellota mientras busca el esquivo calor de un sol perezoso. Hagámoslo así, hasta detener, al fin, la consistencia de todas las palabras para poder degustar tal vez un tímido destello de silencio, de vacío...¿Es esto extinguirse?

La duda siempre fue una amiga. No hay verdad absoluta, ni razón incontestable. Si hay que extinguirse, adelante, extingámosnos y rapidito, que ya es hora de comer. Si vamos a hacerlo, hay que hacerlo bien, porque para renacer hay que fenecer, señores, hay que dejar de ser lo que éramos, rotundamente.

Pero, veréis, para empezar nadie recuerda cómo se nace. Es algo que no está al alcance de la voluntad ni de la conciencia y, ciertamente, la memoria se guarda muy bien de esconder el secreto. Es un serio inconveniente.

Y aun así, frente al ordenador, a este lado de la ventana, en mi confinamiento voluntario, definitivamente me impongo el firme propósito de renacer, cueste lo que cueste. ¿O queda acaso otra alternativa?

Todo confinamiento bien entendido ha de tener algo de iniciático, ha de ofrecer la promesa de un nuevo camino. Con la profunda convicción de los desheredados cierro los ojos, me entrego ciegamente a la esperanza, extiendo la mano hacia el otro lado y comienzo a sentir, qué diría yo, un cierto rubor, un calorcillo, una necesidad urgente, un cosquilleo persistente que, de no ser por lo que es, diría yo que es la pesada de Dorotea reclamando caricias una vez más.

¡Qué se le va a hacer! Lo de renacer tendrá que quedar para mañana.