Foto: Miguel Ángel González Carrillo
Mi
pueblo habla cuando todo lo demás calla. Si he de escucharlo, es
sencillo. Me siento justo antes del amanecer en la calle Boquerón,
la calle Aguas o en el Rincón del Obispo, y observo su distraída
somnolencia, esa que guarda celosamente la memoria de extensas
generaciones.
Ha
de ser en ese momento justo en que un hilo de luz alimenta la
confusión entre la imagen y la oscuridad, suplicando a cada objeto
el alumbramiento de una única substancia, el sonido todavía se
retrae.
El
sonido es inminente, su sopor pesa como el aire que descansa entre
los anaqueles de una grávida biblioteca. Es el peso de millones de
palabras confinadas en sus libros anhelando un plan de huida,
historias durmientes en ancianas calles de papel, que solo se abren a
quien las transita con el respeto de un lector inexperto en
territorio inexplorado.
Un
pueblo como Instinción únicamente habla cuando lees en su páginas
abiertas de par en par la intensa memoria de cada una de sus
generaciones.
Pues
bien, estoy dispuesto. Mis ojos, mis oídos, mi olfato buscan
recuerdos que no me pertenecen. Me siento profundamente cautivado,
tan profundamente que apenas percibo una cercana voz que me pregunta:
¿Y tú quien eres?
Pero
no veo a nadie. Las ráfagas de viento conmueven cada milímetro de
mi piel. La respuesta se atraganta por un instante, el instante en
que decido pudorosamente ir desnudando mi soledad.
Ese
nadie es un todos. Todos, en todas partes, en todo tiempo. La voz
inquisitoria, la voz coral, la que defiende una identidad que
reconoce en el extranjero una posible amenaza. La que necesita
cartografiar cada detalle del desconocido, su origen, su familia, su
apodo, su historia, sus convicciones, sus ocupaciones, sus
propósitos.
El
pueblo ha hablado. Esconde de momento sus más íntimas revelaciones.
Desconfía desde la curiosidad, desde el asombro contenido. Lo hace
por oficio, un oficio de miles de años. El pueblo examina.
Y
yo me observo recitar a su oído, con templanza, la madeja de todas
mis expectativas y mis tribulaciones.
Y
él va restañando sin precipitación, con su serenidad inmanente,
cada tejido de mi urdimbre orgánica.