viernes, 1 de mayo de 2020

INGRESAR, RENACER



Foto: Miguel Ángel González Carrillo


Mi pueblo habla cuando todo lo demás calla. Si he de escucharlo, es sencillo. Me siento justo antes del amanecer en la calle Boquerón, la calle Aguas o en el Rincón del Obispo, y observo su distraída somnolencia, esa que guarda celosamente la memoria de extensas generaciones.

Ha de ser en ese momento justo en que un hilo de luz alimenta la confusión entre la imagen y la oscuridad, suplicando a cada objeto el alumbramiento de una única substancia, el sonido todavía se retrae.

El sonido es inminente, su sopor pesa como el aire que descansa entre los anaqueles de una grávida biblioteca. Es el peso de millones de palabras confinadas en sus libros anhelando un plan de huida, historias durmientes en ancianas calles de papel, que solo se abren a quien las transita con el respeto de un lector inexperto en territorio inexplorado.

Un pueblo como Instinción únicamente habla cuando lees en su páginas abiertas de par en par la intensa memoria de cada una de sus generaciones.

Pues bien, estoy dispuesto. Mis ojos, mis oídos, mi olfato buscan recuerdos que no me pertenecen. Me siento profundamente cautivado, tan profundamente que apenas percibo una cercana voz que me pregunta: ¿Y tú quien eres?

Pero no veo a nadie. Las ráfagas de viento conmueven cada milímetro de mi piel. La respuesta se atraganta por un instante, el instante en que decido pudorosamente ir desnudando mi soledad.

Ese nadie es un todos. Todos, en todas partes, en todo tiempo. La voz inquisitoria, la voz coral, la que defiende una identidad que reconoce en el extranjero una posible amenaza. La que necesita cartografiar cada detalle del desconocido, su origen, su familia, su apodo, su historia, sus convicciones, sus ocupaciones, sus propósitos.

El pueblo ha hablado. Esconde de momento sus más íntimas revelaciones. Desconfía desde la curiosidad, desde el asombro contenido. Lo hace por oficio, un oficio de miles de años. El pueblo examina.

Y yo me observo recitar a su oído, con templanza, la madeja de todas mis expectativas y mis tribulaciones.

Y él va restañando sin precipitación, con su serenidad inmanente, cada tejido de mi urdimbre orgánica.