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De acuerdo -dijo la voz tras escuchar mis razones- confío en ti. Habla con la autoridad máxima de nuestro entorno y preséntate ante ella. Te asignará una misión. Créeme cuando te digo que eso te ahorrará mucho tiempo.
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¿Te refieres al alcalde?
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No, me refiero a la autoridad máxima. El alcalde es la autoridad máxima de los humanos, pero la autoridad máxima de nuestro entorno es el ser más anciano.
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¿Y quién es el ser más anciano?
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En realidad no lo sabemos. Podría ser un hongo o una bacteria, pero a efectos prácticos le otorgamos ese reconocimiento a un árbol.
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Parece lógico. Dime, ¿qué árbol es?, ¿dónde puedo encontrarlo?
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Es un ser extraordinario y su edad siempre ha sido un enigma. Podría tener doscientos o trescientos años. No lo sabemos. Es la Encina de los Morales. Tendrás que presentarte ante ella para ser aceptado por la comunidad. Tu misión aquí quedará sellada junto a ella. Y también te explicará cuáles han de ser tus mejores aliados.
Se
oyó ruido en una calle cercana y la voz dejó de hablar. Con aires
desafiantes torció la esquina un gato amarronado. Lo vi alejarse en
busca de un primer plato para el desayuno y tras él me fui yo
caminando por las calles que ya se desperezaban.
No
dejaba de rondar mi mente una cierta inquietud. Cuando alguien confía
en ti es como si firmaras un contrato vinculante. Resulta casi
siempre más comprometedor que cualquier otro tipo de acuerdo formal.
Resulta conmovedor. Y lo que conmueve, compromete.
Miré
hacia la sierra. El camino que conduce a Los
Morales
se esconde tras el Cerro
de la Cruz.
Allí me esperaba una encina que, quién sabe, tal vez había
convivido con los famosos moriscos y que, seguro, había sobrevivido
a la furiosa deforestación que propició la minería en tiempos más
cercanos. Era una superviviente, era la autoridad. Pronto conocería
mi destino. No era cuestión de demorarlo.