Como
todos sabemos, los árboles no hablan. El agua no piensa, el aire no
siente, la tierra no palpita. Benditos aforismos. Solamente se
sostienen a medias. Sólo hasta que las evidencias derriban de manera
irrevocable el muro, ese muro que hemos levantado alrededor de
nuestra presuntuosa autosuficiencia como especie.
Nos
hemos desconectado. No entendemos más lenguaje que el de las
palabras. No somos capaces de comunicarnos con la vida.
Con
estas y otras reflexiones me acercaba caminando al paraje de Los
Morales, pensando cómo podría yo escuchar el mensaje de una enorme
y anciana encina que habría visto pasar más
de cien mil soles ante ella. Ni siquiera podía estar seguro de
merecer su atención. Aunque bien es verdad, que ya había escuchado
la voz del pueblo y su recomendación había de ser un valioso
salvoconducto.
Por
fortuna, el aire parecía querer tranquilizarme con su
agradable provisión,
mientras yo transitaba entre pinares y gándaras, pedregales y
sendas. Largo es el camino para quien no ha educado sus pasos a estos
quebrados
derroteros.
Pero, como todo en la vida, ha de llegar recompensa si la voluntad
persevera.
Así
traje conmigo todas mis preguntas, así llegué a las inmediaciones
de mi destino, adivinando ya en la distancia la colosal envergadura
de aquella arborescencia. Una casa, una fuente, un paisaje sublime,
un recitar refrescante de sonidos, una serenidad inmaterial en el
ambiente, como la que descansa en el interior de los templos en
soledad.
Unos
pasos más y
mis
dedos tocaban su corteza. Unos pasos más, rodeando su tronco en todo
su esplendor. Me senté a su lado y esperé una señal. Las hojas
solo hablaban el dialecto del viento, atravesadas, alimentadas por el
flujo. Un dialecto impostado, como la luz de la luna. Y sin embargo
hermoso. Permanecí a su lado.
Y
llegó la tarde. Y llegó la noche. Pero nadie me hablaba. Con el
frío me
invadió la tristeza, con la noche me acorraló el sueño. Venía
preparado. Extendí un saco buscando el resguardo del relente y de
esta manera me acomodé como pude junto a la casa forestal. No había
llegado hasta aquí para abandonar. Las preguntas enredaban
en mi mente como un escandaloso gatuperio. Las dejé corretear sin
ataduras; ancha era la oscuridad. Hasta que fueron encalmando y yo,
por mi parte, troqué en desmayo mi inquietud, y de esta suerte
quedé dormido.