miércoles, 1 de septiembre de 2021

EL AMIGO INVISIBLE

Fotografía del autor

La vida no viene con un manual de instrucciones, es obvio. Si bien todos sospechamos que resultaba más simple en el pasado -aunque no por ello siempre mejor-.

Si la medida de un viaje era lo que tus dos piernas podían avanzar en una jornada, no podía haber mucha diferencia entre viajeros en cuanto a la distancia plausible a recorrer, más allá de la edad, el estado de salud, la climatología o, claro está, la disponibilidad de caballerías.

Si eras hijo del boticario, el terrateniente, el alcalde o el médico podías estudiar; si eras la hija de un arriero, un carpintero, un labrador o una tejedora lo más probable es que no.

Si los gobernantes ejercían con todas sus armas la persecución al diferente o al disidente, la masa se homogeneizaba de manera dramática en sus usos y costumbres. La vida era más fácil, porque la certidumbre venía impuesta por la imposibilidad de divergir o negociar. Entonces sí que había un manual de instrucciones, ya que para casi todas las decisiones importantes había un código de conducta de obligado cumplimiento.

La sociedad occidental ha llegado a un alto grado de libertad en el que ese antiguo código de conducta ha saltado por los aires. Ya sabéis, son las sociedades “líquidas” que tan brillantemente nos describió Zygmunt Bauman.

Para colmo, nuestra naturaleza nos dicta un modo de aprendizaje que se basa muy sólidamente en la imitación de modelos. Aquí podríamos hablar de las neuronas espejo o del gregarismo, por ejemplo. En las sociedades líquidas, los modelos son tan inseguros y volubles que no garantizan la estabilidad de un sistema duradero de convivencia.

En un estado permanente de transformación es normal que uno entre en pánico, en estrés crónico; te sientes traicionado por tu entorno. A las expectativas de un futuro catastrófico se suman la inutilidad de los aprendizajes adquiridos para afrontar un mundo desconocido, la carencia de modelos de éxito razonable que emular o la interminable casuística de desgracias que vierten sobre todos nosotros los medios de información. Parece que todo ello nos conduce a tratar de simplificar al máximo el magma de complejidad que nos abrasa. Y, por supuesto, casi siempre resulta más difícil si eres joven.

Es esta un atmósfera en la que aparece de manera recurrente la queja y el horror por las agresiones perpetradas por colectivos bien estructurados. Su fuerza proviene del sometimiento a nuevos códigos de conducta de obligado cumplimiento, a un modelo autoritario.

Podríamos quedarnos en este punto del análisis y todo sería correcto.

No obstante, existen también fundados indicios de inteligencia entre nosotros. No suelen manifestarse en grupo, no obedecen a un código autoritario, no renuncian a preguntarse el porqué de las cosas, no hacen gala de sus trofeos, no tratan de silenciar a los demás con sus decibelios, no aparecen en los periódicos.

Están junto a vosotros. Se manifiestan sutilmente todos los días. Aceptan la complejidad, la falibilidad, la emotividad y demuestran por ello una incalculable fortaleza. Y nosotros, que recibimos todos los días algún regalo inmerecido de uno de estos “amigos invisibles”, no hacemos otra cosas que quejarnos de las miserias y de nuestra mala fortuna, de lo “visible”.

Pues bien, sed bienvenidos a la libertad, amigos, a la de verdad. La de la sociedad líquida, sí, la de un mundo que se tambalea y se resquebraja como un huevo que promete la inminente eclosión de una nueva vida.

Nada garantiza que vaya a ser mejor, pero observad bien porque va a suceder en cualquier momento, porque ya está sucediendo. Aunque me consuela pensar que probablemente forméis parte de esa floreciente congregación de amigos invisibles que me rodea y sé, con absoluta seguridad, que no dejáis de alimentar día tras día, noche tras noche el firme fundamento de nuestras esperanzas.