martes, 21 de septiembre de 2021

UN HOYO EN EL AGUA

 

Fotografía del autor

Todo comenzó en una conversación telefónica. Sí, de las de antes, sin la molesta distracción del vídeo simultáneo. Hablar por teléfono es susurrar directamente a una oreja amiga y dejar que una voz lejana altere suavemente la homeostasis de nuestra intimidad.

Pero es que, además, hablar con Adolfo, Señor de las Alpujarras, es siempre una lección de vida. Y, por suerte para mí, en estos días tenemos buenas razones para hacerlo con cierta frecuencia. No recuerdo a cuento de qué, en una de estas conversaciones surgió el silogismo del hoyo en la arena de la playa para ilustrar la sensación que a veces nos asalta a quienes dedicamos nuestros esfuerzos a colaborar en diversas causas imposibles: cavamos y cavamos pero inevitablemente el agua del mar vuelve a inundar nuestro agujero, y la labor tiene que volver a empezar.

A lo largo de estos días la imagen ha ido abordándome con insistencia; algo no encajaba en la metáfora. Si esto es inevitablemente así, ¿por qué hay personas que continúan infatigablemente en su labor, sabiendo que no va a servir para nada?

La semana avanzaba sin ofrecer, aparentemente, respuestas.

Llegó el martes, y como todos los martes llegaron los niños de la Residencia de menores a la biblioteca. Irrumpió el jaleo, las inquietudes, los ojos que ambicionan conocimiento y atenciones. El dulce caos. Entraron como quien llega a casa, a un lugar seguro, familiar. Algo estaba cambiando. Podía llegar a ser imperceptible entre los anaqueles, pero si observaba atentamente, veía cómo el agua ya no desbordaba el hoyo.

El miércoles nuestra palmera, nuestro faro verde, se disponía a guiarnos hacia un puerto confortable al que fueron llegando los miembros constituyentes de la madre de todas las locuras. Paco, Pilar, Adolfo, María Salud y más tarde, Pepe, Félix y Paco, nuestro alcalde. Hubo un momento en que observé en silencio el decurso de la reunión y podía sentir claramente cómo el agua se filtraba hacia el fondo del agujero.

El jueves, por ventura, visitamos a María, alma rebosante de experiencias y de convicciones como un recipiente hermoso y frágil que hubiera perdurado desde la eternidad. Y también a Mari Carmen, heredera de la más brillante colección de Quijotes que podéis llegar a imaginar, guardiana infatigable de fantasías y recuerdos en el corazón de un prometedor porvenir. Qué riqueza, qué abundancia tan apabullante en una sola mañana. Mientras, podía observar con claridad la retracción del agua en el alegórico agujero de arena.

El sábado, por fin el sábado, tuvimos la fortuna de encontrarnos con la historia de nuestro pueblo, en la voz de Ángel, con su libro ya en las manos. La plaza, rebosante de interés, respiraba un aire de reverencia ancestral. Las redes sociales atentas, como nunca, a lo que allí ocurría. Y en medio de aquel cosmos, si observaba atentamente, podía sentir cómo el agua se retiraba un poco más del hoyo.

Y el domingo, como todos los domingos, subimos a regar nuestros arbolillos en el Cerro de la Cruz. Echamos, por cierto, de menos a Marianne, que ha emprendido viaje de regreso a su país. Pero Ramón y yo esperábamos a unos nuevos ayudantes: de nuevo los niños de la Residencia. Y mientras ellos inundaban alcorques ayudándose con todo tipo de vasijas, el agua de mi hoyo imaginario se retiraba por completo, el mar se calmaba, los sueños imposibles despertaban con la ambición de llegar a ser irrenunciables.

Todo en orden desde el lunes. La rueda de la semana vuelve a girar. Levanto el teléfono. Tono de llamada. Y un extraño escalofrío de satisfacción al descubrir, no sin sorpresa, que he comenzado a cavar un hoyo en medio del agua del mar. Y no estoy solo.