martes, 1 de marzo de 2022

LO IMPORTANTE

 

Lo importante. Fotografía del autor

Con el alma encogida evoco hoy la soledad postrera -absurda calamidad- de quienes nos han ido dejando en todo este tiempo: abuelos, tíos, padres, hermanos, amigos... No se me ocurría mejor manera de superar este sentimiento de impotencia que se me agarra a la voz cuando intento hablar de cosas importantes.

Es hora de hacer balance. He querido hablar, sí, de algo trascendente en este tiempo crudo que nos vive. Pero es largo y torpe el camino del aprendiz. Hablar de lo extraordinario que nos rodea puede abrir la mirada a todo aquello valioso de lo que no somos conscientes y, por ello, no permitimos que forme parte de esa “contabilidad positiva” de nuestro día a día. Y eso está bien, francamente. Parecía un objetivo loable. Pero había un riesgo encubierto: convertir el resto, lo ordinario, en un ingente depósito vaciado de toda trascendencia.

Por eso hoy vengo a saldar una deuda de gratitud con todo el universo de lo ordinario, porque sustenta, sin ir más lejos, el pálpito de una serenidad inmanente, imprescindible para mantener, por ejemplo, el suspense que precede a la sorpresa de lo extraordinario.

Porque es menester saber que todo cuenta: lo ordinario y lo extraordinario. Porque es menester buscar también la trascendencia en lo ordinario. Abatir la languidez, perforar el yacimiento de una vez por todas, tomarlo en pequeños sorbos.

Es simple. Sabed que está ahí. Lo ordinario está justamente ahí.

Tal vez solamente sería necesario saber que hay tantos modos de sonreír como paisajes se esconden en un rostro.

Porque todas y cada una de nuestras miradas comenzaron a aprender a vivir hechizadas por sonrisas y paisajes que olían a manantiales de leche, en los que el sol besaba con labios cálidos, y escuchábamos canciones hasta abrazar fuertemente un nuevo sueño. Así nació nuestra propia sonrisa, nuestro propio paisaje.

Saber que hay tantos modos de caminar como polvo de tormentas nubla el horizonte.

Porque solo es posible crecer hacia lo desconocido, y nada ni nadie nos marcará la senda correcta. Aunque bien es cierto que es costumbre, para quien no reniega de su condición humilde, ir de la mano de aquellas y aquellos que alientan firmemente su curiosidad. Tan cierto como que, al llegar a un determinado punto de la vida, será nuestra mano la que habrá de ofrecerse sin reservas.

Saber que el verdadero signo del rebelde ha de ser, por encima de todo, merecer ser amado.

Pero hemos hallado y hemos consentido tanto dolor que se nos antoja imposible cruzar al otro lado de nuestro propio ego para mirarnos por fin de frente, con la misma determinación de un compasivo viejo maestro. Esa que veis, ese que os devuelve la mirada, mostrando sus heridas y sus gratificaciones, temerosos del paso del tiempo, orgullosos tal vez de haber creado paisajes frescos y excitantes en la sonrisa de otros, necesita muy poca cosa para no rendirse a la ausencia de sí.

Necesita saber que ha sido un puerto seguro para alguien, que a pesar de sus torpezas -si no más por sus aciertos- mereció francamente la pena, que la noche traerá el calor de una rebelión de ardientes convicciones, que todavía quedan horizontes por evocar detrás de la tormenta, que alguien va a pedirle caminar de su mano.

De alguna manera yo mismo aún he de completar esa condición de insumisión. Por eso quise creer aquellas palabras de Pablo Guerrero: “tú y yo, muchacho, estamos hechos de nubes”. Aunque nunca quise aprender a volar solo, ni observar desde arriba cómo los demás colocaban los aparejos y se montaban en la vida.

Puede que no haya aprendido lo suficiente como para tender firme la mano a alguien. Es largo y torpe el camino del aprendiz. Puede que no haya sido un puerto fieramente seguro para quien lo ha buscado. Puede que haya cometido más torpezas que aciertos. Puede que no haya custodiado todas las puertas frente al frío de la noche. Puede que no tenga esa voz rotunda para evocar nuevos horizontes.

Pero sé que ha merecido la pena. Ya lo creo que sí. Y sé que mis convicciones son más ardientes cuanto más me acerco a lo que importa.

Yo, en fin, anhelo cobijo ya en otra parte, en las palabras que no he dicho, que tal vez deposité en lugar seguro, que he guardado para adorar el instante más íntimo, la fortuna de buscarte, amiga mía, de buscarme en ti. En este andén en que tus pasos retroceden el regreso, donde el aroma de una tibia impermanencia. Hasta arrancar a este maldito tiempo herido una lúbrica conquista, una sensual oración crepuscular, al calor de una rebelión de ardientes convicciones tras toda esta tormenta.

En Instinción, a uno de marzo del año dos.


lunes, 21 de febrero de 2022

FEBRERO, AÑO DOS

 

Anne Teresa De Keersmaeker

Es evidente. Hace tiempo que no llueve como debería, y cuando llueva lo hará mal. Dicen los viejos del lugar que esto será la ruina del campo, mientras buscan el sol de la mañana y se recolocan la mascarilla, que apenas les tapa la nariz. Que el campo no es lo que era lo saben bien, o que la mascarilla ya no es obligatoria en exteriores, y aun así la llevan. Hace tiempo que nada es como debería.

Si nuestro cerebro se desarrollara como un árbol, habría grabado en su perímetro la marca indeleble de dos anillos escuálidos, de dos años de parálisis. La mascarilla no es obligatoria en exteriores, pero muchos niños salen al recreo con ella. La marca de esos dos anillos es tan notoria en ellos que no recuerdan otra realidad. Es premonitorio.

¿Es posible que no hayamos hecho nada de provecho en todo este tiempo? ¿Cómo puede ser que el balance sea exclusivamente de pérdidas?

¿Es que nadie aprovechó la intimidad de los confinamientos para amar con más ahínco? ¿Acaso no fue posible conocerse algo mejor para reconducir nuestras expectativas, para ajustar la vida a una dimensión más razonable? ¿No aprendimos a acariciarnos con la mirada cuando no era posible hacerlo con las manos? ¿Ha merecido la pena escribir más de treinta mil palabras en esta bitácora y difundirlas a los cuatro vientos para confortar a algunos amigos? Confieso que no lo sé, que estoy agotado.

Decía Víctor Frankl que no importa que no esperemos nada de la vida, sino si la vida espera algo de nosotros. Pero ¿cómo vamos a escuchar lo que dice la vida si todo es ruido alrededor? Ruido de sables en Oriente, ruido de frío sin saldo en la cuenta corriente, ruido de mentiras hípervigorizadas por millones de bots, ruido de apocalipsis climática, ruido de muertos silenciados, ruido de basuraleza en cuarto creciente, ruido de emergencia psiquiátrica...

Hemos vivido algo así como una batalla. Las batallas son estados de excepción, de abolición de derechos y costumbres. Tras su paso, la desolación gobierna todos los rincones. Y los supervivientes contemplan un paisaje devastado que ya no es el que conocieron. Hay que reconstruir todo lo que abarca la vista y la razón. Lo que abarca la vista se reconstruye con celeridad. Los consensos abrazan sin vacilaciones la construcción del nuevo edificio. Lo que abarca la razón queda sumido en el desencuentro durante décadas. Porque nadie habrá escuchado con claridad qué espera la vida de nosotros.

No es un panorama alentador, lo sé. Pero tampoco esta batalla ha sido la más cruenta que se haya vivido. Al menos, hemos tenido la suerte de conocer uno de los ejércitos de paz mejor preparados de la historia. Eso sí, con batas blancas.

Recapitulando… Tal vez sea el momento de atenuar los ruidos, de sintonizar alguna melodía desconocida que evoca aromas excitantes, observar a una muchacha, un muchacho que baila sobre las ruinas de la razón sin miedo. Con los ojos cerrados y el espíritu abierto. Hasta que llueva. Porque tiene que llover.


viernes, 11 de febrero de 2022

CREDO

 

Fotografía del autor

Yo también necesito mirarme por dentro. Dibujar con claridad los nuevos perfiles que delimitan mis fronteras. Restablecer las sinapsis que entretejían nuestras raíces: las vuestras con las mías. Armonizar la fe que me sustenta con la razón que me cuestiona. Y necesito formular mis creencias, sin pudor, para que pueda reconocerme en todo aquello que soy y que no soy, en todo lo que desearía ser. Creencias que nacen, conmueven, mutan, arraigan y dictan la suerte de nuestra identidad, como un mapa tan inexacto como útil.

No importa cómo me sienta, si estoy satisfecho o soy feliz, si me consume la desdicha o la fatiga. Creo en lo que creo y es mi camino...

Creo que la inteligencia besa cada mañana mis labios, delicadamente; para retornarme a la vida me desnuda de mi sueño. Me concede un nuevo yo que puedo ir descubriendo, si es mi deseo, durante un día. Y, creedme, es mi deseo hacerlo.

Creo que eso es la suerte.

Creo que ese yo que estreno cada mañana es una sofisticada creación digna de estima, de cuidados, de respeto, de admiración; digna de poner a prueba, de ser devuelta cada noche sin reservas, agotada, como en la infancia.

Creo que eso es la vida.

Creo en la cualidad de cada arrendatario y en la urgencia de crear vínculos que me permitan descubrir si el sabor del beso que nos despierta cada mañana es diferente, y degustarlo. Creo que al compartirlo reconocemos ser hijos de una misma madre. Que no venimos por tanto de la nada, ni a ella vamos.

Creo que eso es el amor.

Creo que los sueños son el don que nos obsequia el yo que abandonamos cada mañana. Durante el día se esconden torpemente en el almario. Como un hermano nos acompañan; como un hermano nos interpelan.

Creo que eso es la conciencia.

Creo en un único código universal llamado vida. Es un lenguaje que no quiero silenciar, que no temo, que no atesoro. Es un lenguaje imperfecto que se obstina cada día, tercamente en mejorar.

Creo que eso es la verdad

Creo en la estética del compromiso, en la ética de la cura, en la ascética de la unidad, como motores de una revolución paciente y divertida, una revolución poética.

Creo que eso es la paz.

Creo que puedo equivocarme y me concedo este derecho siempre que siga vivo el deseo de honrar a todas mis creencias con el tesoro de la duda.

Creo que eso es la tolerancia.

Nada me obliga a creer o descreer, es cierto. Como también puedo admitir que aquí no hay dioses ni se niegan. Y, aunque el mapa no es el camino, en él descanso el peso de mis días más ingrávidos. ¿Quién puede negar que en ello hay escondido algún tesoro? Y decidme, ¿cómo podría renunciar a seguir buscándolo?

Abrid el mapa, sin pudor. Haced crecer y crecer -para creer- lo sustancial, que es el tesoro.


martes, 1 de febrero de 2022

AUTORRETRATO


Fotografía del autor

Ha llegado el momento de hablar de los sanadores. Y declarar con rotundidad que hemos sufrido el vértigo de los infortunados, pero no hemos visto con la misma claridad las lágrimas de quienes sostenían, exhaustos, el delgado y quebradizo hilo de la vida.

Si conocéis a alguna o alguno de ellos comprenderéis de qué hablo. Porque habréis visto que su convicción se resquebrajaba, incluso se desmoronaba sin que nada ni nadie atendiera las súplicas. Eran un batallón atrapado en un asedio, abandonado a su suerte por un ejército de cobardes y de traidores.

Pero no luchaban contra una enfermedad, no os equivoquéis. Luchaban contra la soledad de los pacientes, contra el envilecimiento de los administradores de miseria, contra el desconsuelo de verse impotentes, contra el miedo a llevar la muerte a sus propias casas, contra los pudrideros de confusión, contra la deshumanización, contra las ganas de desertar de la contienda, sintiéndose además culpables.

Y una mañana tras otra veían en el espejo la sombra cada vez más desdibujada de un sueño. Solo el rastro sutil de alguien que fue, que quiso ser, que no supo muy bien quién era o quién iba a ser. Sin saber que el peligro más letal al que se estaban enfrentando era la demolición de su propio yo.

Todavía no ha llegado el día de dar por finalizada la emergencia. Pero las consecuencias de la resistencia han sido ya devastadoras en muchos casos. Es hora, por ello, de decirles algo. Alto y claro.

Quizá sea el momento de volver a empezar, de renacer. Quizás debáis recordar que fuisteis niños no hace tanto, y que entonces con voluntad firme comenzabais a dibujar el perfil de vuestro retrato en cada juego inocente, en cada pregunta. Y porque fuisteis niños merecisteis el don de sentir el calor de un hogar, de ser besados y abrazados con ternura, de crecer al fuego de unas formidables expectativas. ¿Por qué no iba a ser así? Era el camino.

Por eso, sentidlo de nuevo, si buscáis el rostro del mañana. Buscad el inconfundible aroma de un hogar al que regresar en cualquier momento de flaqueza, complaceos con el tibio placer de los besos y los abrazos al despertar entre sábanas, creed en la inmoderadas expectativas de quienes aman escrutar el infinito en vuestra mirada.

Para dibujar delicadamente el retrato de ese alguien que os estaba buscando desde lo más íntimo, hace mucho tiempo.

Solamente desde un juego de seducción de semejanzas entrañables, un juego que esconde bajo los pliegues del tiempo la verdadera belleza, podrá aflorar la hermosa y honesta grandeza de un formidable autorretrato, aunque su rostro no os sea todavía familiar.

Es el precio de haber vivido, de ser testigo de sí mismo.


viernes, 21 de enero de 2022

VACÍO


Fotografía: Miguel Ángel González Carrillo

A pesar de los pesares, aunque la piel se nos ha ido endureciendo con los años, los embates de la vida y el sol justiciero, uno sigue sin estar preparado para las pérdidas, sobre todo las de aquellas personas que han derrochado generosidad e inteligencia. No estamos sobrados de nada, y menos de talento social.

Y lo peor es esta sensación de no estar a su altura, de que no vamos a ser capaces de llenar ese vacío, porque quien se ha ido es insustituible. Sí, hemos muerto muchas veces; cada vez que desaparece aquello que amábamos, aquella o aquel a quien admirábamos.

Pero siempre hay un día después, abierto, complejo, dinámico, sublime, para reconstruir los afectos y la inspiración. Decía Lao-tsé que la utilidad de una ventana no se encuentra tanto en el marco como en el espacio vacío que permite que la luz penetre en el interior. Con María, alma alpujarreña inmortal, hemos perdido un precioso marco, pero nos queda su luz.


martes, 11 de enero de 2022

ESTACIONES


Fotografía del autor

Siempre he creído que la verdadera dimensión humana de la vida reside en la sensibilidad más que en el razonamiento. Bien es cierto que una de las más recurrentes supersticiones de las personas es trufar sus experiencias de un sinfín de preguntas como si cada una de ellas fuera un peldaño de una larga escalera hacia el conocimiento. El problema es que esas largas y fatigosas escaleras conducen con frecuencia hacia ninguna parte, porque las preguntas no son las oportunas.

Cuando la disciplina de nuestra vida la marcan las hipotecas, los horarios inflexibles, los intereses ajenos y la cohabitación competitiva, nuestras preguntas adolecen de un patológico cortoplacismo que deriva en una especie de trastorno obsesivo compulsivo y, en definitiva, en pesimismo crónico. Vivimos con la permanente sensación de que hemos olvidado algo, de que queda poco tiempo para esto o aquello, de que un aluvión de sucesos trascendentales en todo el mundo determinan implacablemente el devenir de nuestra existencia, de que no somos, en realidad, quienes deseábamos ser.

En ese escenario el tiempo se mide en tramos cortos y se consume con ansiedad. Son momentos en que la narrativa periodística ha determinado que vivimos en la era de la pandemia y las etapas se suceden atropelladamente con la aparición de cada variante del virus. O bien vivimos en la era del cambio climático y las etapas se suceden atropelladamente con cada perturbación atmosférica de consecuencias catastróficas. O tal vez vivimos en la era de la informática y las etapas se suceden atropelladamente con cada modificación tecnológica que perturba catastróficamente la frágil homeostasis de nuestras rutinas.

Pero el tiempo no se medía así antes. Éramos quienes éramos al mirarnos en el espejo cuando contemplábamos nuestra vida desde la perspectiva de una serie de cambios naturales, más o menos traumáticos o felices, que nos pertenecían íntimamente. Había un antes y un después desde lo que fue ser hijos de nuestros padres a ser padres de nuestros hijos, desde lo que fue aprender cada día una lección en el aula a desenvolverse profesionalmente en sociedad, desde la presencia de nuestros seres queridos a la ausencia de algunos de ellos… Y tal vez el año 2019 no fue la era prepandemia, sino el año de tu viaje a Lisboa, del nacimiento de tu nieta o el estreno de un nuevo hogar. Antes de eso no conocías Portugal, no sabías lo que era ser abuela o vivías en un piso compartido. Y ahora las etapas se suceden pausadamente mientras programas un nuevo viaje, acompañas a la pequeña al parque o planeas la nueva decoración de tu salón.

Será por eso que de vez en cuando puedes permitirte el lujo de preguntarte cómo te sientes después de tus estiramientos, cuándo van a madurar las naranjas, cuánto se ha alargado el día hoy o quién te espera esta mañana.

No hay duda: hay un antes y un después desde el último beso, desde la última mirada cómplice, desde la última caricia. Esas son las estaciones de nuestro viaje. Y más allá de un inquisitivo “ser o no ser” como medida conveniente de las cosas, preferiría, si me lo permitís, comenzar el día con un “tomar o no tomar el sol”. That is the question...


sábado, 1 de enero de 2022

ÉRASE UNA VEZ

 

Fotografía del autor

Hoy me gustaría ver el nuevo amanecer desde la perspectiva taoísta de un Bloque Intacto, de una colosal roca dispuesta a ser moldeada. Para ello, la línea que separa el ayer del hoy deberá ser nítida; no una convención o un número, sino el ciclo natural que queda claramente definido por la sucesión del día y de la noche, del ruido y del silencio.

Aunque para moldear desde la serenidad, para sortear discretamente la ansiedad de la “hoja en blanco” es mejor acometer la tarea con el ardiente espíritu desposeído de expectativas de un niño. Con las manos en la masa, disfrutando del impulso creativo y sin pensar en el resultado la experiencia se concentra en el hecho de moldear y nada más, de notar una materia dúctil como promesa de algo, es decir como un “no ser” que ampara todo un universo abierto de posibilidades.

Pero lo cierto es que ya no somos niños y nuestras manos son guiadas por el aliento de todo un vendaval de recuerdos que dan forma al Bloque sin ser muy conscientes de ello. Lo que nos coloca exactamente en este punto incómodo e infecundo, atrapados entre lo que fuimos y lo que hemos de ser.

Bienaventurados, pues, los extraviados en la inmensidad del presente, sin el menor temor a fiar la suerte del momento a algún tipo de ritual que les devuelva el niño que escondemos dentro, detrás de capas y capas de ser, de haber sido. Bienaventurados los buscadores de recuerdos imprecisos, desde la precisión de un artefacto que les conecte definitivamente al intérprete inmaduro y sutil, a la memoria del primer descubrimiento. Bienaventurados los poseedores del mapa de todos los más íntimos despertares, pues con cada uno de ellos hallarán un marcador precioso, como una aguja clavada en el corazón de ese instante previo al suceso, que han de recobrar con la melodía exacta. Siempre esa melodía evocadora. Porque no hay mayor tesoro.

Y de este modo, encarar de nuevo el amanecer invocando la solemnidad de un relato fascinante y revelador, con un “érase una vez”, para rescatar ese yo que fuimos justo antes de ser yo.