Con el alma encogida evoco hoy la soledad postrera -absurda calamidad- de quienes nos han ido dejando en todo este tiempo: abuelos, tíos, padres, hermanos, amigos... No se me ocurría mejor manera de superar este sentimiento de impotencia que se me agarra a la voz cuando intento hablar de cosas importantes.
Es hora de hacer balance. He querido hablar, sí, de algo trascendente en este tiempo crudo que nos vive. Pero es largo y torpe el camino del aprendiz. Hablar de lo extraordinario que nos rodea puede abrir la mirada a todo aquello valioso de lo que no somos conscientes y, por ello, no permitimos que forme parte de esa “contabilidad positiva” de nuestro día a día. Y eso está bien, francamente. Parecía un objetivo loable. Pero había un riesgo encubierto: convertir el resto, lo ordinario, en un ingente depósito vaciado de toda trascendencia.
Por eso hoy vengo a saldar una deuda de gratitud con todo el universo de lo ordinario, porque sustenta, sin ir más lejos, el pálpito de una serenidad inmanente, imprescindible para mantener, por ejemplo, el suspense que precede a la sorpresa de lo extraordinario.
Porque es menester saber que todo cuenta: lo ordinario y lo extraordinario. Porque es menester buscar también la trascendencia en lo ordinario. Abatir la languidez, perforar el yacimiento de una vez por todas, tomarlo en pequeños sorbos.
Es simple. Sabed que está ahí. Lo ordinario está justamente ahí.
Tal vez solamente sería necesario saber que hay tantos modos de sonreír como paisajes se esconden en un rostro.
Porque todas y cada una de nuestras miradas comenzaron a aprender a vivir hechizadas por sonrisas y paisajes que olían a manantiales de leche, en los que el sol besaba con labios cálidos, y escuchábamos canciones hasta abrazar fuertemente un nuevo sueño. Así nació nuestra propia sonrisa, nuestro propio paisaje.
Saber que hay tantos modos de caminar como polvo de tormentas nubla el horizonte.
Porque solo es posible crecer hacia lo desconocido, y nada ni nadie nos marcará la senda correcta. Aunque bien es cierto que es costumbre, para quien no reniega de su condición humilde, ir de la mano de aquellas y aquellos que alientan firmemente su curiosidad. Tan cierto como que, al llegar a un determinado punto de la vida, será nuestra mano la que habrá de ofrecerse sin reservas.
Saber que el verdadero signo del rebelde ha de ser, por encima de todo, merecer ser amado.
Pero hemos hallado y hemos consentido tanto dolor que se nos antoja imposible cruzar al otro lado de nuestro propio ego para mirarnos por fin de frente, con la misma determinación de un compasivo viejo maestro. Esa que veis, ese que os devuelve la mirada, mostrando sus heridas y sus gratificaciones, temerosos del paso del tiempo, orgullosos tal vez de haber creado paisajes frescos y excitantes en la sonrisa de otros, necesita muy poca cosa para no rendirse a la ausencia de sí.
Necesita saber que ha sido un puerto seguro para alguien, que a pesar de sus torpezas -si no más por sus aciertos- mereció francamente la pena, que la noche traerá el calor de una rebelión de ardientes convicciones, que todavía quedan horizontes por evocar detrás de la tormenta, que alguien va a pedirle caminar de su mano.
De alguna manera yo mismo aún he de completar esa condición de insumisión. Por eso quise creer aquellas palabras de Pablo Guerrero: “tú y yo, muchacho, estamos hechos de nubes”. Aunque nunca quise aprender a volar solo, ni observar desde arriba cómo los demás colocaban los aparejos y se montaban en la vida.
Puede que no haya aprendido lo suficiente como para tender firme la mano a alguien. Es largo y torpe el camino del aprendiz. Puede que no haya sido un puerto fieramente seguro para quien lo ha buscado. Puede que haya cometido más torpezas que aciertos. Puede que no haya custodiado todas las puertas frente al frío de la noche. Puede que no tenga esa voz rotunda para evocar nuevos horizontes.
Pero sé que ha merecido la pena. Ya lo creo que sí. Y sé que mis convicciones son más ardientes cuanto más me acerco a lo que importa.
Yo, en fin, anhelo cobijo ya en otra parte, en las palabras que no he dicho, que tal vez deposité en lugar seguro, que he guardado para adorar el instante más íntimo, la fortuna de buscarte, amiga mía, de buscarme en ti. En este andén en que tus pasos retroceden el regreso, donde el aroma de una tibia impermanencia. Hasta arrancar a este maldito tiempo herido una lúbrica conquista, una sensual oración crepuscular, al calor de una rebelión de ardientes convicciones tras toda esta tormenta.
En Instinción, a uno de marzo del año dos.