lunes, 21 de febrero de 2022

FEBRERO, AÑO DOS

 

Anne Teresa De Keersmaeker

Es evidente. Hace tiempo que no llueve como debería, y cuando llueva lo hará mal. Dicen los viejos del lugar que esto será la ruina del campo, mientras buscan el sol de la mañana y se recolocan la mascarilla, que apenas les tapa la nariz. Que el campo no es lo que era lo saben bien, o que la mascarilla ya no es obligatoria en exteriores, y aun así la llevan. Hace tiempo que nada es como debería.

Si nuestro cerebro se desarrollara como un árbol, habría grabado en su perímetro la marca indeleble de dos anillos escuálidos, de dos años de parálisis. La mascarilla no es obligatoria en exteriores, pero muchos niños salen al recreo con ella. La marca de esos dos anillos es tan notoria en ellos que no recuerdan otra realidad. Es premonitorio.

¿Es posible que no hayamos hecho nada de provecho en todo este tiempo? ¿Cómo puede ser que el balance sea exclusivamente de pérdidas?

¿Es que nadie aprovechó la intimidad de los confinamientos para amar con más ahínco? ¿Acaso no fue posible conocerse algo mejor para reconducir nuestras expectativas, para ajustar la vida a una dimensión más razonable? ¿No aprendimos a acariciarnos con la mirada cuando no era posible hacerlo con las manos? ¿Ha merecido la pena escribir más de treinta mil palabras en esta bitácora y difundirlas a los cuatro vientos para confortar a algunos amigos? Confieso que no lo sé, que estoy agotado.

Decía Víctor Frankl que no importa que no esperemos nada de la vida, sino si la vida espera algo de nosotros. Pero ¿cómo vamos a escuchar lo que dice la vida si todo es ruido alrededor? Ruido de sables en Oriente, ruido de frío sin saldo en la cuenta corriente, ruido de mentiras hípervigorizadas por millones de bots, ruido de apocalipsis climática, ruido de muertos silenciados, ruido de basuraleza en cuarto creciente, ruido de emergencia psiquiátrica...

Hemos vivido algo así como una batalla. Las batallas son estados de excepción, de abolición de derechos y costumbres. Tras su paso, la desolación gobierna todos los rincones. Y los supervivientes contemplan un paisaje devastado que ya no es el que conocieron. Hay que reconstruir todo lo que abarca la vista y la razón. Lo que abarca la vista se reconstruye con celeridad. Los consensos abrazan sin vacilaciones la construcción del nuevo edificio. Lo que abarca la razón queda sumido en el desencuentro durante décadas. Porque nadie habrá escuchado con claridad qué espera la vida de nosotros.

No es un panorama alentador, lo sé. Pero tampoco esta batalla ha sido la más cruenta que se haya vivido. Al menos, hemos tenido la suerte de conocer uno de los ejércitos de paz mejor preparados de la historia. Eso sí, con batas blancas.

Recapitulando… Tal vez sea el momento de atenuar los ruidos, de sintonizar alguna melodía desconocida que evoca aromas excitantes, observar a una muchacha, un muchacho que baila sobre las ruinas de la razón sin miedo. Con los ojos cerrados y el espíritu abierto. Hasta que llueva. Porque tiene que llover.