Fotografía del autor
Siempre
he creído que la verdadera dimensión humana de la vida reside en la
sensibilidad más que en el razonamiento. Bien es cierto que una de
las más recurrentes
supersticiones de las personas es trufar sus experiencias de un
sinfín de preguntas como si cada una de ellas fuera un peldaño de
una larga escalera hacia el conocimiento. El problema es que esas
largas y fatigosas escaleras conducen con frecuencia hacia ninguna
parte, porque las preguntas no son las oportunas.
Cuando
la disciplina de nuestra vida la marcan las hipotecas, los horarios
inflexibles, los
intereses ajenos
y la cohabitación competitiva, nuestras preguntas adolecen de un
patológico cortoplacismo que deriva en una
especie de trastorno obsesivo compulsivo y, en definitiva, en
pesimismo
crónico. Vivimos
con la permanente sensación de que hemos olvidado algo, de que queda
poco tiempo para esto o aquello, de que un aluvión de sucesos
trascendentales en todo el mundo determinan implacablemente el
devenir de nuestra existencia, de que no somos, en realidad, quienes
deseábamos ser.
En
ese escenario el tiempo se mide en tramos cortos y se consume con
ansiedad. Son
momentos en que
la narrativa periodística ha determinado que vivimos en la era de la
pandemia y las etapas se suceden atropelladamente con la aparición
de cada variante del virus. O
bien vivimos en la era del cambio climático y las etapas se suceden
atropelladamente con cada perturbación atmosférica de consecuencias
catastróficas. O tal vez vivimos en la era de la informática y las
etapas se suceden atropelladamente con cada modificación tecnológica
que perturba catastróficamente la frágil homeostasis de nuestras
rutinas.
Pero
el tiempo no se medía así antes. Éramos quienes éramos al
mirarnos en el espejo cuando contemplábamos nuestra vida desde la
perspectiva de una serie de cambios naturales, más o menos
traumáticos o felices, que nos pertenecían íntimamente. Había un
antes y un después desde lo que fue ser hijos de nuestros padres a
ser padres de nuestros hijos, desde lo que fue aprender cada día una
lección en el aula a desenvolverse
profesionalmente en sociedad, desde la presencia de nuestros seres
queridos a la ausencia de algunos de ellos… Y tal vez el año 2019
no fue la era prepandemia, sino el año de tu viaje a Lisboa, del
nacimiento de tu nieta o el estreno de un nuevo hogar. Antes de eso
no conocías Portugal, no sabías lo que era ser abuela o vivías en
un piso compartido. Y ahora las etapas se suceden pausadamente
mientras programas un nuevo viaje, acompañas a la pequeña al parque
o planeas
la nueva decoración de tu salón.
Será
por eso que de vez en cuando puedes permitirte el lujo de preguntarte
cómo te sientes después
de tus estiramientos,
cuándo van a madurar las naranjas, cuánto se ha alargado el día
hoy
o
quién te espera esta mañana.
No
hay duda: hay
un antes y un después desde el último beso, desde la última mirada
cómplice, desde la última caricia. Esas
son las estaciones de nuestro viaje. Y más allá de un inquisitivo
“ser o no ser” como medida conveniente de las cosas, preferiría,
si me lo permitís, comenzar el día con un “tomar o no tomar el
sol”. That is the question...