Fotografía: Miguel Ángel González Carrillo
Un
pueblo, una aldea, es la última frontera entre el ecúmene y el
anecúmene, es decir, áreas pobladas por humanos frente a áreas
pobladas por múltiples manifestaciones de vida, raramente holladas
por los humanos.
Las
fronteras han sido tradicionalmente zona de combate, pero también de
intercambio, de mestizaje, de penetración serena y salutífera de
unas sustancias en otras. Tal vez por ello, con no poca frecuencia,
se producen fenómenos exóticos de comunión firme, leal, entre
formas antagónicas de vida.
Nosotros,
digo los humanos, casi siempre somos ajenos a las llamadas del otro
lado de la frontera. Para escucharlas hay que tener un fino oído de
alma atormentada por el conflicto. Ahora sé, con toda seguridad, que
Miguel, el pastor, ha sido siempre hombre de fronteras.
El
niño que hay en él todavía responde a la dialéctica de
confrontación entre religiones, entre continentes, entre lenguas,
mientras la memoria familiar deposita en su naturaleza íntima la
banda sonora de cientos de vinilos operísticos perfectamente
ordenados en amplios anaqueles, junto a los largos silencios de un
valioso violín senescente. Aún recuerda que en aquel tiempo recibió
la primera llamada, la de un pequeño cachorro.
Pero
no era el momento. La lógica de la frontera todavía habría de
conducirle a través de mares inciertos, hogares fugaces,
alumbramientos, rupturas, dudas, determinación, mudanza.
Hasta
que llegó la segunda llamada; silueta inquietante,
incisiva, atávica. Pero
de eso hace ya mucho tiempo. Ahora las formas se dibujan en el
bosque, en el cielo, en la tierra, mientras el
pastor aprende
a dilatar los límites de todos sus sentidos junto a la manada. Ahora
las paredes ya no hablan.
De
la conversación que tuvo con la encina nada quiere revelarme, a
pesar de mi obstinación.
-
Vamos, amigo, confiesa, ¿era un sueño o era realidad?
-
En verdad, no estoy seguro.
-
Es que tuve miedo al ver a los lobos.
-
No hay razón para ello. Los lobos son muy parecidos a nosotros. De hecho son el único animal que ha cuidado de un humano y le ha ayudado a sobrevivir.
Es
cierto. La mitología reconoce a los lobos la maternidad nada
menos que de
una ciudad santa. Pero ni Kala
es Luperca,
ni tenemos en Instinción ningún Rómulo,
ni Remo,
que
yo sepa...
Eso
sí, con ojos insaciables Miguel horada la última frontera, la
frontera entre la luz y la sombra, entre el hoy y el infinito.
Observa la perfecta jerarquía de la estirpe de Aykos
atrapada en la pantalla de su cámara, espera a que la imagen escape
del tiempo para siempre,… y,...
¡zas!
la
atrapa.
Sin
embargo,
aún le queda mucho por aprender. Y estoy seguro de que algo se
removerá en su alma restañada por la manada cuando descubra que,
mientras él los fotografía, los lobos,...
sus lobos,
escuchan
una lejana y conmovedora aria de ópera.