viernes, 11 de junio de 2021

INVISIBLE

 

Fotografía del autor

Dicen que el orden duradero crece motivado por una imperecedera lentitud. Si así es, ¿acaso puede haber mejor guía para la vida que observar con veneración una manifestación amable, irreductible de longevidad? La observas, está ahí siempre; hasta que no la ves, hasta que ingresa en un fondo difuso sobre el que se dibuja la mudanza, la sucesión y la complejidad de lo perecedero.

Pero ¿y si no fuera de ese modo? ¿Y si el observador desapareciera también de toda eventualidad, al fundirse su venerable acto de observar con esa imperecedera lentitud, con la aquiescencia de la irreductible longevidad del ente observado? ¿Ingresaría también el observador en ese fondo difuso hasta desaparecer?

Es algo así como el agua. Está ahí. Fluye constantemente. La ves y no la ves. Porque al final solo ves aquello que refleja, solo ves el movimiento, la ondulación armónica y serena; o dejas de verla y solo ves el fondo del río, como si nada hubiera sobre él.

Yo, que ya a estas alturas no puedo considerarme más que un rebelde desarmado, herido, instalado en la confortable languidez de la derrota, de un sueño imposible que ha ido desdibujándose en el rostro de cada infortunado desencuentro, debo reconocer que abrazo con frecuencia la tentación de hacerme invisible. Alejarme de todo, ir desapareciendo de forma discreta hasta lograr que nadie se acuerde de mí. Fluir, ser como el agua que cubre todo sin dejar huella y sin tener jamás necesidad de cicatrizar una laceración.

Pero todo lo que observo está en permanente excitación, se funde entre mis manos, declina, vuelve a nacer; retoza en su esplendor como una primavera febril hasta mudar sus afectos y sus afecciones entrando en un otoño complaciente. El tempo que marca nuestras vidas no consiente largas exposiciones a la acechanza silente y sosegada.

Aunque sospecho que la imagen se forma justo al revés. Véase una manifestación amable, irreductible de longevidad y todo lo que mora a su alrededor yendo y viniendo en un frenesí propio de la brevedad de sus vidas. Nada permanece el tiempo suficiente para quedar impregnado en un recuerdo indeleble, salvo el venerable organismo milenario. Todo lo demás deviene invisible, por más que porfíe en dejar huella.

Sea pues. Eso me tranquiliza. Si bien no tengo demasiado claro qué hago desde hace algunos días ya, plantado delante de este árbol centenario, preguntándole si me ve o no me ve. Preguntándome si vale la pena ser visible.