miércoles, 21 de octubre de 2020

YO DE MAYOR...

 

Fotografía: Manolo Pérez Sola

Sin capitulaciones las niñas siguen multiplicando en alta voz: yo por ti, tú por mí, los dos… por los que sufren en la tierra sin que les haga caso Dios.

Con admirable naturalidad entran y salen las almas de la escuela. Cubren sus rostros sin conseguir esconder la sonrisa, miran con ojos nuevos la mañana. Danzan en orden, sin miedo, subordinados tan solo al ministerio de la felicidad. El juego ha cambiado, sí, pero sigue siendo el juego.

Leen en la cartilla unos versos, tal vez una adivinanza: el maestro de Santa Fe tiene una plaza, y los pájaros no saben cómo se llama…

Ellas, las maestras, saben que estamos muy necesitados de sentido común, de generosidad, de gente comprometida, de valor, de lealtad, de ideas ingeniosas, de luchadores contra todo tipo de desaliento, de palabras honestas, de silencios concomitantes, de hijos adoptivos, de árboles vigorosos, de robusto humanismo, de alumnos que crezcan hasta darnos sombra y cobijo, de re-conocimiento, de retroprogresismo, de esperanza bien fundamentada.

Ellos, los maestros, saben que no hay nada más hermoso que la infancia, que todo lo que necesitamos para vencer nuestros miedos y nuestras miserias está escondido en sus naturalezas. La infancia es un único principio activo que contiene a todos los demás. Y la escuela es un templo de poderosa alquimia.

Lo sabríais bien si hubierais conocido un alquimista como Manolo.

Maestro de Santa Fe, fiel armador de conciencias, amarrado al tronco de la vida y bruñido por la energía de todas las infancias. Hoy sonríe y mira hacia la cámara vestido de serenidad.

Al otro lado, sus alumnos, cientos, miles de alumnos cuya sombra todavía se siente impermanente ante la fertilidad de la huella del maestro. Detrás de él, la milenaria encina de la Peana, rebrotando de sus heridas, contabilizando sin descanso soles y lunas, convocando a la perseverancia obstinadamente.

domingo, 11 de octubre de 2020

EL ALMANECER


Por más que he soñado el mismo sueño no logro acostumbrarme. Camino por una habitación minúscula, las ventanas descomponen una panorámica única y desoladora, el espejo me devuelve ciertas canas y una edad provecta que se adivina en arrugas dóciles, en movimientos cuestionables. Soy mayor.

Pasan las horas sin que suceda nada, absolutamente nada, y tengo un libro entreabierto en las manos. Creo que voy leyendo cuando mis ojos dejan de estar cansados, pero no estoy seguro. Eso sí, escucho claramente el tráfago de cazuelas en la cocina. Pero en la calle hay un silencio atronador.

No sé muy bien qué día es. Podría ser lunes y, sin embargo, el ajetreo del mercado no está conmigo. Yo quería comprarme una camisa, sí, una camisa a cuadros como las que me regalaba… no recuerdo su nombre. Era feliz entonces. Ahora no lo sé.

Hay un libro en la mesita. Debe de ser de alguien que ha pasado por aquí porque no sé leer. En la portada se ven dos coleópteros de colores llamativos, singularmente simpáticos. Claro, recuerdo el campo, las nubes de otoño, la definición del paso del tiempo como un reloj de agua en manos de un niño; la fragilidad del tiempo.

Aquí no hay nada que hacer. Hoy he visto algo extraño que nunca antes había observado: algo vestido de blanco que acercaba una bandeja de comida a la mesa y hablaba en un idioma que no alcanzaba a decodificar. Es comprensible, ahora que voy desaprendiendo la vida sólo reconozco algunos aromas, alguna canción. Ella tararea una melodía y yo continúo, como si fuera un juego. Aunque no sé muy bien quién es ella.

De lo que estoy seguro es de que sonríe bajo la mascarilla, porque sus ojos, cuando se entreocultan, se balancean hacia el infinito. Supongo que se ha perdido por aquí, tan solo puede ser cosa del azar.

No hay mucho más que contar. Escucho las hojas de un olmo lejano cuando el viento sopla o, tal vez, habla de mí para matar el tiempo, ese tiempo que sujeta un niño bajo y regordete que me mira desde el pasado, algo desorientado.

El viento dice, en realidad, mucho más de lo que quisiera oír. Todos los días escucho alguna forma distinta de tristeza. Es inevitable; estamos solos. Solos y, sin embargo, a todos nos acompaña un sentimiento indescifrable, profundo y suave colmado de atenciones, que no sabría describir. Está ahí. Yo lo sé, y con eso me basta.

No hay mucho más que contar, no… o sí.

Me dijo que se llamaba Jéssica y algo que no olvidaré jamás: que lloraba amargamente al llegar a casa, mientras se cambiaba de ropa, mientras desinfectaba su calzado, mientras se duchaba, cuando, después de saludar a sus pequeños y a su marido desde lejos, se recluía en una habitación prestada, bajo riguroso aislamiento.

Y recuerdo que la abracé. Es extraño, es lo único que recuerdo clara y rotundamente: la abracé, aproximadamente durante una eternidad, aunque estaba prohibido.


jueves, 1 de octubre de 2020

EN-CLAVE DE SOL

 


Podría parecer que no hay oficio tan bello, tan trascendente como el de los guardianes del bosque. Y debo reconocer que en ellos se dan las mejores de las cualidades que he conocido en mi vida. Pero esta bitácora rebelde quiere hablar de alguien que ha elevado la categoría del humanismo unos cuantos peldaños por encima de todo lo que habéis leído hasta hoy, y ya es difícil, os lo aseguro.

Supongo que la primera vez que le vieron aparecer por Benecid, algunos de sus contados vecinos debieron de pensar qué diablos hacía por allí aquel pequeño hombrecito. Con aspecto de Cat Stevens alpujarreño, delgado, sonriente, de voz sumarísima y exculpatoria comenzó a frecuentar de manera definitiva el valle que ha amado desde siempre. Hasta que convirtió un enclave elevado sobre el pueblo en un refugio de dignidad.

Pero no contento con ello, y sin mirar hacia atrás ni a su lado, sin esperar ayuda ni consuelo comenzó a militar en el oficio más comprometido que conozco: liberar el mundo, su mundo, de todo lo que sobra. Y, claro, en Benecid algunos de sus contados habitantes no entendían por qué.

Ese hombre no está en su sano juicio. ¿Cómo va a acabar con toda la basura que encuentra a su paso? Tal vez les sorprendió que cargase con bolsas de basura inmensas, las metiera en su coche, en su propio coche, y las depositara en un lugar apropiado. Pero la cosa se puso seria cuando un buen día vieron que había atado algunas cinchas a un viejo horno abandonado en el fondo de una rambla, trabajosamente lo cargó en su coche y se lo llevó para depositarlo en un lugar apropiado.

La cosa ya no hacía tanta gracia. De hecho, Juanma ya no sólo dedicaba su atención a su entorno más cercano, sino que también observaba objetivos más ambiciosos. Como toda persona sensata comprendió que necesitaba ayuda para acometer su labor. Sin otra moneda de cambio que su cualidad de artista acabó negociando esa ayuda a cambio de música. Y emulando hazañas propias de flautistas mitológicos consiguió que una pequeña tropa de voluntarios retirasen del lecho del río unas viejas y voluminosas tuberías.

Un buen día en que disfrutaba del paisaje que supo elegir como propio, un anciano de aquella agraciada aldea le confió con preocupación: “No mires abajo, ya nadie tira basura”. Esas fueron sus palabras, sí, mientras pensaba: “Pequeño hombrecito, has vencido. Bendito sea el día en que se te ocurrió venir a vivir a estos pagos”.

Que Juanma Cidrón es un gran, gran hombre lo sabemos todos los que tenemos el honor de contar con su amistad. Es cierto, no ha elegido Instinción como su nueva cuna, pero tal vez eso nos ayude a seguir extendiendo una auténtica red neuronal en el valle del Andarax. Porque el conocimiento construye y el compromiso dignifica, pero sobre todo, la amistad eleva la vida al plano que le corresponde.

Espero que tengas a bien disculparme, amigo mío, pero alguien tenía que explicarlo. Y, por cierto, no dejes de componer. Que la música te acompañe siempre.